27 mayo 2007

Poe, traducciones y diatribas

Revisando los volúmenes y papeles que atestan desordenadamente mi escritorio en función de cierto artículo sobre H.P. Lovecraft que quizás nunca termine, reencontré “El cuervo” –“The raven” en la edición inglesa que alguna vez perteneció a mis padres-, el oscuro, agotador y fascinante poema que Edgar Alan Poe, el cual hacía años que no releía.

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Si en este momento preguntara a un grupo de personas: “¿Has leído a Poe?”, la respuesta sería una afirmación contundente, ornamentada con toda clase de loas y ditirambos; completando la faena con una biografía aproximada del escritor entre sonrisa de satisfecha autosuficiencia, puesto que para eso sirve la pedantería: para embriagarse con el amor por la propia voz.

Pero si ampliara la pregunta: “¿En verdad has leído a Poe, o en realidad has leído a los traductores de Poe?”, ahí la cuestión se complicaría, comenzarían las dudas y las repreguntas, la simbología del hastío, las miradas suspicaces, y por último, la airada respuesta del estilo: “Es lo mismo”.

Definitivamente, leer un texto original y una traducción no es lo mismo, ya que esta acción requiere de una aprehensión y posterior reelaboración de la escritura. De esta manera, en la traducción lo que se emprende es un viaje a la interpretación que realizó el traductor sobre el texto en cuestión –exégesis que puede ser mínima, pero al fin lo es-, y no sobre el escrito mismo. Entonces, si tenemos en cuenta que una interpretación es, en si, una arbitrariedad de otro, estaríamos en problemas.

Claro está que hay versiones que son más aceptadas que otras, como si los atributos literarios del escribiente de segunda mano determinaran un cambio relevante en el resultado final, dándole un parangón de estratificación superior al resto. Por ejemplo, sería inusitado leer a Poe en español si no es mediante el reflejo de la pluma de Julio Cortazar, que algunos juzgan como la mejor traducción existente, y otros como una simple digresión de un escritor argentino. Puede ser mejor o peor, pero nunca será lo mismo. Recuerdo cierto testimonio de Borges, en el cual declaraba haber leído “El Quijote” en su versión inglesa y luego en el idioma original, pareciéndole la segunda una copia infiel y defectuosa de la primera. Esta anécdota es interesante, quedará para otra historia, pero ilumina de cierta manera lo dicho anteriormente.

Comprendo que mi postura es utópica, que es insensible a la realidad pretender que solo se lea a Poe en ingles, o Baudelaire en Francés, más allá de que algunos podamos hacerlo. Pero no es menos estrafalario que alguien pretenda haber leído a esos autores en una lengua foránea a aquellos. Lo válido, lo sincero, sería decir: “He leído algo aproximado a aquel autor, pero no al autor en si mismo”.

De todas maneras, sea como fuere, hoy en día corremos menos riesgo con estas vicisitudes, se lee cada día menos, y en su lugar se ha instaurado otra práctica muy común en nuestras pseudo-tertulias universitarias: Hablar de todo lo que no se sabe luego de ensayar las imposturas todos los días de la semana frente al espejo, tratando afectar las formas de la suficiencia pletórica, probable pero incierta.

Luego de la diatriba dejo el poema de Edgar Alan Poe en su versión original, y en español. Estimo que la mirada atenta del lector sabrá captar las sutiles diferencias.

16 mayo 2007

El plagio amistoso y la atenta búsqueda

Es verdad, no estoy escribiendo, pero es la carencia de tiempo lo que atenta contra mis letras, tanto contra las recreativas como las que aquí se presentan, como contra las mercenarias, las que salen exclusivamente por dinero.

Más allá de aquel inconveniente, hoy estuve toda la noche buscando una poesía o verso para regalarle a Mariana. Recorrí mis vastas bibliotecas sin esperanzas, presintiendo ya que todo esfuerzo sería en vano. Tome un volumen de Neruda que alguna vez me regalaron y que, para desgracia de mi orgullo, aun habita en algún anaquel indefinido.

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Neruda… con el solo hecho de nombrarlo vienen a mi mente imágenes de vulgaridad, de señoras obesas frente al televisor un domingo por la tarde llorando por todo aquello que su ignorancia acerca de la vida le ha vedado en saber. Por ende, no era una opción.

Recorrí los más variados parajes de la literatura buscando un solo fragmento que fuera digno de mi poeta. Dos cavilaciones vinieron a mí: cuántos libros se han escrito en la historia de la humanidad que recaen en una especie de tautología ignota. Esto no es original, algo similar dijo Borges con menos palabras y más talento. Pero lo maravilloso es la imposibilidad de conocer aquella tautología ya que los libros son, en términos reales de existencia humana, infinitos.

La segunda cavilación cayó por decantación y en forma de puñalada ¡Cuántos escritos tienen su justificación absoluta en tan solo una frase, la cual, de hecho, podría prescindir del resto de la obra!

El amor precisa de los contubernios, de las confabulaciones esperanzadas, de una noche en vela, del lado amable de la locura, entre tantas otras cosas que mi lengua autodidacta no quiere o no puede encontrar. El amor, al fin, necesita del amor o de su anhelo para poder subsistir.

Al final di con la frase que buscaba hojeando cierta obra de Sthendal a las 7 de la mañana, palabras que pertenecen a Schiller y que el francés, a modo de plagio amistoso, tuvo la delicadeza de exponer:

¡Fascinación! Del amor posees toda su energía, todo su poder de experimentar dolor. Solo sus placeres deliciosos, sus dulces goces están más allá de tu esfera. Yo no podía decir al verla dormir: “Es toda mía, con su belleza de ángel y sus dulces flaquezas. Hela aquí en mi poder, tal como el cielo la hizo en su misericordia para encantar el corazón del hombre”.
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