18 enero 2007

Ezeiza

Cuenta la mitología suburbana, saturada de vaqueanos, punks y transformistas, que cuando se comienza a residir en una ciudad como José María Ezeiza, donde el silencio suele ser tan amplio como las extensiones verdes, sobrevienen los estertores libertinos del alma que propende al bullicio; luego, ésta se acostumbra –forzosamente, por simple contacto con la irrealidad preponderante-, a sus distintas vicisitudes macilentas.

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El individuo comienza a tragar el agua con plutonio sin adquirir superpoderes, más allá de alguna incierta y difamatoria –dicen algunos-, probabilidad de contraer algún raro tipo cáncer hepático o colónico; comprende que los objetos que penden del cielo oscuro de la noche son aviones, y que se mantienen allí más por el objeto del Azar que por una eficiente o espartana tarea oficial.

Con el tiempo, tampoco resulta sorprendente que las muchachas mantengan su ancestral virtud de tener el No difícil, y que la masa poblacional a la cual nos referimos sea poseedora de una evidente nulidad metafísica, o a una idea compleja de la realidad; para estas gentes, Dios no se comprende en la suma de virtudes, en el estudio acabado de los colagogos teológicos o en la dialéctica hegeliana, sino que se evidencia en su total vigor en un número de quiniela, en una lluvia apropiada o en la muerte de la persona aborrecida. Dios aquí, es los efectos probables de un dios, o mejor dicho, la creencia en los efectos probables de un dios, donde el azar no se conjuga o visualiza como tal, sino como una especie de perversa predestinación, y los hechos no se elucidan como una suma factorial que llevan a determinada situación, sino como un suceso mágico, ecuánime, taxativamente no contrariable.

El individuo de las afueras de la ciudad –Pero no por eso ajeno o ausente de la misma-, no quiere o no puede comprender las relaciones dialécticas, que detrás de una verdad rayana suele acumularse una sumatoria de fuerzas oratorias, dicho en otras palabras, que detrás de la verdad existen las oscuras manipulaciones que crean la verdad. Por lo cual adolece de una inocente bonhomia, casi infantil, que le lleva a tomar la palabra empeñada como una rúbrica, y a mirar con cierto desdén los contratos certificados y la palabra escrita.

Luego, el acostumbramiento acontece con las distintas vulgaridades pueblerinas, las marchas peronistas, las diatribas antiperonistas, las relaciones interpersonales estrechas, tan estrechas que abrumarían al mismo Durkheim; la necedad de la linealidad histórica, la congratulación pagana a los shamanes, y a la dependencia religiosa de los mayores. En realidad, la religión oficial es la Católica Apostólica Romana, pero con ribetes paganos en sus ritos. Los citadinos desconocen que todo rito es la recreación del hecho que lo precede milenariamente, por lo que no caen en cuenta de la profunda contrariedad de sus innovaciones. Últimamente, se ha incrementado fuertemente la tasa de otros cultos, tales como el de los Evangelistas o de los Testigos de Jehová, esto ha llevado a un intento de aggiornamiento por parte de la oficialidad, que quedó hundido en el fracaso, ya que, el alma matter del catolicismo es su innovación lenta, a través de siglos de bastas contradicciones.

Los hombres de la ciudad son silenciosos, raudos, solitarios. Solo las festividades calendarias los encuentran reunidos en una mesa festejando con sonrisas de alcohol el advenimiento de cuestiones en las cuales no creen. Familias y amigos –los cuales suelen ser otras familias enteras-, se reúnen y discuten sobre las banalidades del día o del año, que generalmente es un único e invariable gran día. También los encuentra el fallecimiento de algún conocido, o el nacimiento de un nuevo muchacho.

Bastará decir, como dicen las señoras aquí, uno se acostumbra a muchas cosas, hasta a la soledad, pero nunca, nunca en la vida uno se acostumbrará a ver a un político honesto. Por eso, ante esta fluctuación o contradicción del cosmos, los vecinos de la ciudad se reúnen en una masa compacta y efusiva para dirigirse a la propiedad del individuo en cuestión e incendiarla por haber osado contravenir el eidos local. El nuevo funcionario, pobre, habiendo perdido el respeto de la comunidad, quedará en claustrado en un miserable vacío social del cual ya no podrá salir; estos neófitos del campo público, por lo general, acaban por mano propia con su vida y con sus miserias, dejando su familia al arbitrio de un funcionario tanto o más corrupto de lo que la población requiere.

Ezeiza, como antes lo dije, ignora –quizás adrede- la linealidad témporo-histórica; por lo que elucidan el tiempo y el transcurso del tiempo como un circulo, un ciclo en el cual todo está destinado a reiterarse. Así, el político honesto sufrirá eternamente el escarnio y el suicidio.

Ayer me he entrevistado con uno de los estudiosos locales, que son pocos, obesos y poderosos, y me ha dicho el secreto, el oscuro secreto que convierte a la sociedad de Ezeiza en esta suma de particularidades. Me dijo:

“Sabrá usted mi estimado Maier, que el todo está destinado a repetirse. Así no hay amanecer que haya ya sucedido, o incendio que no se haya ya provocado, o muerte que no se haya repetido. La muerte del hombre no es la liberación del hombre, es la reincursión escatológica a su pasado, y al pasado de su pasado. Por eso aquí aniquilamos a los mendigos, para que sean los otros –nosotros mismos en idénticas circunstancias-, los que se encarguen de buscarle una solución al problema. Usted mismo ha escrito ya este articulo, lo ha publicado, ha intentado huir de esta ciudad, y un disparo –siempre el mismo disparo-, lo ha detenido antes de cruzar la frontera”.

Escuchadas estas palabras, saludé con la sorna que me permitió mi orgullo germánico, regresé a la posada, envié una carta al director del tabloide con los rudimentos de la nota, y me marché de allí, a toda velocidad.

Ahora estoy a pocos kilómetros de la frontera y sigo pensando en las palabras del sabio ¿será ese zumbido el mismo zumbido que siempre, a lo largo de las existencias decadentes he escuchado?

14 enero 2007

Cólera del Argos (Sobre el amor, el pasado y sus artificios)

“Tajante es la decepción de aquellos que pusieron su esperanza sobre las runas cotidianas de una sonrisa acechante. ¡Mírate! Ahí, llorando por lo desconocido y las insinuaciones de lo desconocido.

Tu que creíste tiernamente en el amor, y hoy, arrodillado, sientes el rubor de tus mejillas explotar en mil colores; tu que esperaste del pasado la redención de tus heridas y de tus paupérrimas visiones, con tus apócrifas delaciones metafísicas, tan anhelantes como erradas. ¡Tu que quisiste ser otro hablando el idioma de los otros! ¿Acaso supusiste que alguna vez te creerían? ¿Qué no tomarías el epiteto de farsante? ¿Qué hablarías tan bien su lenguaje de muecas y contradicciones?

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Mírate, comprende de una vez que tu pasado no merece perdón ni explicaciones por el solo hecho de que es irremediable. Solo existen aquellos que logran afrontarlo; y los otros, los que se desmoronan bajo el peso de una historia insurgente y húmeda, una mistificación del duelo de los nigromantes. Y tu… tu no eres de los afortunados.

Míralos ¿creés que podrían comprender tus palabras aun en su vulgata? ¡Ve, juntate con aquellos negadores de la vida, que adoran los maderos y los templos de platón! ¡Ve, esfúmate entre la nada rencorosa que los circunda, busca el amor y el fracaso del amor! Busca las cosmovisiones y sus rupturas. Y cuando al fin, ya roto y desgastado, nihilista y apolíneo, arrastrándote sobre tus sucios pies de mortal vuelvas a mi, yo mismo curare tus difamaciones con mis dagas y el peso metafórico de mis dagas. Con la fuerza irreversible de lo dionisiaco”.

De esta manera Argos abofeteaba al escritor cierta noche bajo la luz esporádica de una luna imperceptible, mientras entre sus convulsiones de gracia perversa dejaba entrever la cuenca de sus encías ennegrecidas. El escritor, como una amarga proeza, sacudió su cabeza, como intentando evitar que aquellas palabras forjadas con la delicadesa de un órfebre sobre la furia incontenible de Argos se clavaran con demasiada profundidad en su carne... quizás ya era tarde.

11 enero 2007

Cólera del Argos (Maldito Blog)

Una cosa en común tienen los blogs y las editoriales de autor: Han destruido la literatura.

No es novedad, pero el formato de la bitácora ha permitido que todo aquel que lo desee abra sus puertas literarias al mundo, aunque estas sean un eufemismo, una parodia insulsa del acto de escribir ¿Qué se encuentra en un blog promedio? Es difícil encontrar algo más que palabras vacías y autoreferenciales, sin trascendencia ni gusto estético. Hay excepciones –esta bitácora difícilmente sea una de ellas-, pero lo cierto es que escribir también es un arte, y no todos son artistas de las letras.

Lamentablemente hay quienes piensan que este formato es el paso próximo de la literatura hacia un futuro no muy lejano ¿Pero de qué vale ese paso a futuro si nos encontramos con millones de páginas dedicadas a la intrascendencia de la rayana mediocridad? En un futuro así, quizás Corín Tellado sería merecedora del premio Nobel de literatura.

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Es cierto, la literatura actual se encuentra en una crisis donde el arte agoniza en pos del negocio editorial. También son verdaderas las trabas que deben sortear los autores nóveles para poder publicar en un gran sello editorial. Teniendo en cuenta que gran sello editorial no significa, per se, masividad.

Literatura mala e irrelevante ha existido siempre ¿Sino cómo calificaríamos la obra de Paulo Coelho o de Stephen King? La problemática comienza cuando el bajo nivel comienza a ser la norma, cuando se adolece de facilismo intelectual, cosa muy común en el ámbito blogger y en las ediciones de autor; y cuando se confunde lo masivo con lo virtuoso. Aquellos dos escritores son en si masivos, pero carecen de todo tipo de atributo, haciendo un abuso arbitrario del vacío intelectual para suplir las carencias primordiales.

La propia virtud del formato de blog, la falta de impedimentos a la hora de publicar, funciona de lastre, como un nivelador negativo a nivel cultural. Esa potencial herramienta a favor de la escritura ha devenido en un funcionamiento a la inversa: el pérfido albur del imbecil*. Dentro de este panorama oscuro hay una nueva buena: estadísticamente la gran mayoría de los blogs no supera los tres meses y quedan allí abandonados –afortunadamente- en la nada. Puesto que cuando se adolece de ignorancia ¿de qué diablos se puede escribir? Solamente sobre lo ya escrito, con variaciones efímeras y chabacanas, como una demagogia cíclica y etcetérica.

Por todo esto, en general no suelo leer blogs… solo a veces, como una vacilación infinita de cierta esperanza embriagadora que a veces me aprisiona y luego, de manera espasmódica, me deja sumido en la depresión. Otras veces siento el asco profundo ante la imitación simiesca de la literatura (en cualquiera de sus ramas), y prefiero seguir leyendo a Chesterton, o a Nietszche. Lamentablemente en estos últimos tiempos comienzo a sentir la indiferencia atroz que aparece imperceptiblemente sobre esos graves vejámenes que vemos a diario.

*Imbecil: es un término de origen latino, etimológicamente “Imbecillis” el cuál se aplicaba a los débiles y/o enfermos. Luego, no es raro que en la actualidad se aplique como analogía a la debilidad mental.

09 enero 2007

Un Cuento de Borges

El Evangelio según Marcos

El hecho sucedió en la estancia La Colorada, en el partido de Junín, hacia el sur, en los últimos días del mes de marzo de 1928. Su protagonista fue un estudiante de medicina, Baltasar Espinosa. Podemos definirlo por ahora como uno de tantos muchachos porteños, sin otros rasgos dignos de nota que esa facultad oratoria que le había hecho merecer más de un premio en el colegio inglés de Ramos Mejía y que una casi ilimitada bondad. No le gustaba discutir; prefería que el interlocutor tuviera razón y no él. Aunque los azares del juego le interesaban, era un mal jugador, porque le desagradaba ganar. Su abierta inteligencia era perezosa; a los treinta y tres años le faltaba rendir una materia para graduarse, la que más lo atraía. Su padre, que era librepensador, como todos los señores de su época, lo había instruido en la doctrina de Herbert Spencer, pero su madre, antes de un viaje a Montevideo, le pidió que todas las noches rezara el Padrenuestro e hiciera la señal de la cruz. A lo largo de los años no había quebrado nunca esa promesa. No carecía de coraje; una mañana había cambiado, con más indiferencia que ira, dos o tres puñetazos con un grupo de compañeros que querían forzarlo a participar en una huelga universitaria. Abundaba, por espíritu de aquiescencia, en opiniones o hábitos discutibles: el país le importaba menos que el riesgo de que en otras partes creyeran que usamos plumas; veneraba a Francia pero menospreciaba a los franceses; tenía en poco a los americanos, pero aprobaba el hecho de que hubiera rascacielos en Buenos Aires; creía que los gauchos de la llanura son mejores jinetes que los de las cuchillas o los cerros. Cuando Daniel, su primo, le propuso veranear en La Colorada, dijo inmediatamente que sí, no porque le gustara el campo sino por natural complacencia y porque no buscó razones válidas para decir que no.

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El casco de la estancia era grande y un poco abandonado; las dependencias del capataz, que se llamaba Gutre, estaban muy cerca. Los Gutres eran tres: el padre, el hijo, que era singularmente tosco, y una muchacha de incierta paternidad. Eran altos, fuertes, huesudos, de pelo que tiraba a rojizo y de caras aindiadas. Casi no hablaban. La mujer del capataz había muerto hace años.

Espinosa, en el campo, fue aprendiendo cosas que no sabía y que no sospechaba. Por ejemplo, que no hay que galopar cuando uno se está acercando a las casas y que nadie sale a andar a caballo sino para cumplir con una tarea. Con el tiempo llegaría a distinguir los pájaros por el grito.

A los pocos días, Daniel tuvo que ausentarse a la capital para cerrar una operación de animales. A lo sumo, el negocio le tomaría una semana. Espinosa, que ya estaba un poco harto de las bonnes fortunes de su primo y de su infatigable interés por las variaciones de la sastrería, prefirió quedarse en la estancia, con sus libros de texto. El calor apretaba y ni siquiera la noche traía un alivio. En el alba, los truenos lo despertaron. El viento zamarreaba las casuarinas. Espinosa oyó las primeras gotas y dio gracias a Dios. El aire frío vino de golpe. Esa tarde, el Salado se desbordó.

Al otro día, Baltasar Espinosa, mirando desde la galería los campos anegados, pensó que la metáfora que equipara la pampa con el mar no era, por lo menos esa mañana, del todo falsa, aunque Hudson había dejado escrito que el mar nos parece más grande, porque lo vemos desde la cubierta del barco y no desde el caballo o desde nuestra altura. La lluvia no cejaba; los Gutres, ayudados o incomodados por el pueblero, salvaron buena parte de la hacienda, aunque hubo muchos animales ahogados. Los caminos para llegar a La Colorada eran cuatro: a todos los cubrieron las aguas. Al tercer día, una gotera amenazó la casa del capataz; Espinosa les dio una habitación que quedaba en el fondo, al lado del galpón de las herramientas. La mudanza los fue acercando; comían juntos en el gran comedor. El diálogo resultaba difícil; los Gutres, que sabían tantas cosas en materia de campo, no sabían explicarlas, Una noche, Espinosa les preguntó si la gente guardaba algún recuerdo de los malones, cuando la comandancia estaba en Junín. Le dijeron que sí, pero lo mismo hubieran contestado a una pregunta sobre la ejecución de Carlos Primero. Espinosa recordó que su padre solía decir que casi todos los casos de longevidad. que se dan en el campo son casos de mala memoria o de un concepto vago de las fechas. Los gauchos suelen ignorar por igual el año en que nacieron y el nombre de quien los engendró.En toda la casa no había otros libros que una serie de la revista La Chacra, un manual de veterinaria, un ejemplar de lujo del Tabaré, una Historia del Shorthorn en la Argentina, unos cuantos relatos eróticos o policiales y una novela reciente: Don Segundo Sombra. Espinosa, para distraer de algún modo la sobremesa inevitable, leyó un par de capítulos a los Gutres, que eran analfabetos. Desgraciadamente, el capataz había sido tropero y no le podían importar las andanzas de otro. Dijo que ese trabajo era liviano, que llevaban siempre un carguero con todo lo que se precisa y que, de no haber sido tropero, no habría llegado nunca hasta la Laguna de Gómez, hasta el Bragado y hasta los campos de los Nuñez, en Chacabuco. En la cocina había una guitarra; los peones, antes de los hechos que narro, se sentaban en rueda; alguien la templaba y no llegaba nunca a tocar. Esto se llamaba una guitarreada.Espinosa, que se había dejado crecer la barba, solía demorarse ante el espejo para mirar su cara cambiada y sonreía al pensar que en Buenos Aires aburriría a los muchachos con el relato de la inundación del Salado. Curiosamente, extrañaba lugares a los que no iba nunca y no iría: una esquina de la calle Cabrera en la que hay un buzón, unos leones de mampostería en un portón de la calle Jujuy, a unas cuadras del Once, un almacén con piso de baldosa que no sabía muy bien donde estaba. En cuanto a sus hermanos y a su padre, ya sabrían por Daniel que estaba aislado —la palabra, etimológicamente, era justa— por la creciente.

Explorando la casa, siempre cercada por las aguas, dio con una Biblia en inglés. En las páginas finales los Guthrie —tal era su nombre genuino— habían dejado escrita su historia. Eran oriundos de Inverness, habían arribado a este continente, sin duda como peones, a principios del siglo diecinueve, y se habían cruzado con indios. La crónica cesaba hacia mil ochocientos setenta y tantos; ya no sabían escribir. Al cabo de unas pocas generaciones habían olvidado el inglés; el castellano, cuando Espinosa los conoció, les daba trabajo. Carecían de fe, pero en su sangre perduraban, como rastros oscuros, el duro fanatismo del calvinista y las supersticiones del pampa. Espinosa les habló de su hallazgo y casi no escucharon.

Hojeó el volumen y sus dedos lo abrieron en el comienzo del Evangelio según Marcos. Para ejercitarse en la traducción y acaso para ver si entendían algo, decidió leerles ese texto después de la comida. Le sorprendió que lo escucharan con atención y luego con callado interés. Acaso la presencia de las letras de oro en la tapa le diera más autoridad. Lo llevan en la sangre, pensó. También se le ocurrió que los hombres, a lo largo del tiempo, han repetido siempre dos historias: la de un bajel perdido que busca por los mares mediterráneos una isla querida, y la de un dios que se hace crucificar en el Gólgota. Recordó las clases de elocución en Ramos Mejía y se ponía de pie para predicar las parábolas.

Los Gutres despachaban la carne asada y las sardinas para no demorar el Evangelio.

Una corderita que la muchacha mimaba y adornaba con una cintita celeste se lastimó con un alambrado de púa. Para parar la sangre, querían ponerle una telaraña; Espinosa la curó con unas pastillas. La gratitud que esa curación despertó no dejó de asombrarlo. Al principio, había desconfiado de los Gutres y había escondido en uno de sus libros los doscientos cuarenta pesos que llevaba consigo; ahora, ausente el patrón, él había tomado su lugar y daba órdenes tímidas, que eran inmediatamente acatadas. Los Gutres lo seguían por las piezas y por el corredor, como si anduvieran perdidos. Mientras leía, notó que le retiraban las migas que él había dejado sobre la mesa. Una tarde los sorprendió hablando de él con respeto y pocas palabras. Concluido el Evangelio según Marcos, quiso leer otro de los tres que faltaban; el padre le pidió que repitiera el que ya había leído, para entenderlo bien. Espinosa sintió que eran como niños a quienes la repetición les agrada más que la variación o la novedad. Una noche soñó con el Diluvio, lo cual no es de extrañar; los martillazos de la fabricación del arca lo despertaron y pensó que acaso eran truenos. En efecto, la lluvia, que había amainado, volvió a recrudecer. El frío era intenso. Le dijeron que el temporal había roto el techo del galpón de las herramientas y que iban a mostrárselo cuando estuvieran arregladas las vigas. Ya no era un forastero y todos lo trataban con atención y casi lo mimaban. A ninguno le gustaba el café, pero había siempre una tacita para él, que colmaban de azúcar.El temporal ocurrió un martes. El jueves a la noche lo recordó un golpecito suave en la puerta que, por las dudas, él siempre cerraba con llave. Se levantó y abrió: era la muchacha. En la oscuridad no la vio, pero por los pasos notó que estaba descalza y después, en el lecho, que había venido desde el fondo, desnuda. No lo abrazó, no dijo una sola palabra; se tendió junto a él y estaba temblando. Era la primera vez que conocía a un hombre. Cuando se fue, no le dio un beso; Espinosa pensó que ni siquiera sabía cómo se llamaba. Urgido por una íntima razón que no trató de averiguar, juró que en Buenos Aires no le contaría a nadie esa historia.El día siguiente comenzó como los anteriores, salvo que el padre habló con Espinosa y le preguntó si Cristo se dejó matar para salvar a todos los hombres. Espinosa, que era libre pensador pero que se vio obligado a justificar lo que les había leído, le contestó:

—Sí. Para salvar a todos del infierno.Gutre le dijo entonces:

—¿Qué es el infierno?

—Un lugar bajo tierra donde las ánimas arderán y arderán.

—¿Y también se salvaron los que clavaron los clavos?

—Sí —replicó Espinosa cuya teología era incierta.

Había temido que el capataz le exigiera cuentas de lo ocurrido anoche con su hija. Después del almuerzo, le pidieron que releyera los últimos capítulos.

Espinosa durmió una siesta larga, un leve sueño interrumpido por persistentes martillos y por vagas premoniciones. Hacia el atardecer se levantó y salió al corredor. Dijo como si pensara en voz alta:

—Las aguas están bajas.

Ya falta poco.—Ya falta poco —repitió Gutre, como un eco.

Los tres lo habían seguido. Hincados en el piso de piedra le pidieron la bendición. Después lo maldijeron, lo escupieron y lo empujaron hasta el fondo. La muchacha lloraba. Cuando abrieron la puerta, vio el firmamento. Un pájaro gritó; pensó: Es un jilguero. El galpón estaba sin techo; habían arrancado las vigas para construir la Cruz.

08 enero 2007

Lo subliminal

Argos dice que el genero epistolar es una de las ramas de la literatura fantástica... que a veces la vida es una rama de la literatura fantástica.

"Inconcluso busco, en las rupturas shamanisticas de la intemporalidad, las palabras que describan este momento en el que el sol ya ha caído.
Miro a través del ventanal mientras conjugo el segundo cigarrillo de este atardecer confuso.

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Entre estas cavilaciones, que son todas y ninguna, hay solo unas pocas constantes, una de ellas es tu imagen, la de afuera; la que se niega a abandonarme. La otra también es tu imagen, pero la compleja, la de adentro…

Miro, pienso y escribo, convulsivamente. Te recuerdo siempre. Y esa cuestión refleja de tenerte siempre en mente tiene sus partes contradictorias, ya que el recuerdo amplia las distancias, lleva implícito el hecho de hacer presente tu ausencia, tus caricias que no siento. Sin embargo, presiento que me repito cada vez que te escribo, y en verdad no quisiera aburrirte con historias de faquires que siempre creyeron y de labios que siempre se equivocaron. Así paso del entusiasmo que empuja cada uno de los puntos en donde existo a la melancolía.

Melancólicamente soy distinto, soy el otro, al que le aplauden por mostrar las variedades y la onda persistencia de la soledad. El otro necesita no encontrarte.

El tercer cigarrillo del atardecer me encuentra haciendo el esfuerzo por reactivar alguna esperanza. Luego, debilitado, sentiré la primera de estas lágrimas que te pertenecen, y que encuentran una muerte solitaria en sobre las multiplicidades de mi anotador. Pero de momento sigo entregándome a este juego en el que vos nunca llegás, en el que otra noche se hundirá apaciblemente en una nada no absoluta, pero si absorta.

Sobre vos –ya no sé si sos la nada o el artificio de mis palabras-, me quedan varios escritos y varias preguntas, pero solo una me atormenta ¿Cómo es posible elucubrar recuerdos sobre los que jamás se tuvo? Negando la milenaria sapiencia de la filosofía occidental (1), prefiero establecer que si, que alguna vez corrimos de la mano por aquella playa solitaria, esquivando las primeras furias de la tormenta; pero a destiempo, en otras manos, aunque siempre fue la misma tormenta, la misma playa y los mismos –equivocados- otros (2).

Puedo esforzarme más, puedo conjeturar tu existencia real en base a lo que dejás: este sórdido y cruel vacío, estas cavilaciones noctámbulas. Esto me dice que en algún punto recóndito del orbe quizás escribís estas mismas palabras con distinta caligrafía, la de un futuro posible pero improbable.

Tengo la certeza de que en la multitud de posibilidades que presenta la tan mentada linealidad temporal sos posible; que en las innumerables configuraciones de almas, de manos y cosas, tu sonrisa resplandecerá de una vez, habiendo conseguido el infinito su logro máximo. En este caso solo lamentaría mi propia brevedad, saber que entraríamos en un absurdo, puesto que ya estoy dentro de las posibilidades del tiempo, y vos, quizás, no. Entonces, cuando el último hombre posible haya existido, y el todo vuelva a reiterarse en las variaciones ya viejas y gastadas de la redundancia, vos y yo seguiríamos separados, en la eternidad y en la infinitez, sin poder escapar a esa cuestión de arbitrios y desesperanza a las que nos doblega algún dios, que quizás se llame azar(3).

Argos rie en este momento, dice que el genero epistolar es una mera rama de la literatura fantástica, al igual que la metafísica y el psicoanalisis. Rie socarronamente… si tan solo pudiera alejarlo unos momentos, mientras te escribo a vos, a vos que dominas todas mis dudas, mis existencias, mis arbitrios…"

Notas del editor

1: La negación es arbitraria, ya de esto hubieron tratado schopenhauer y Nietzsche.
2: Concepto de la dialéctica Hegeliana.
3: Concepto maieristico: El azar absoluto es una de las aporias de dios.

01 enero 2007

Elucidación VII


Los desencuentros verdaderos son aquellos que, aun habiendo cumplido su cometido, permanecen como oscuros fantasmas, recordando vez tras vez el ficticio sabor amargo de la posibilidad de encontrar.

Cada día, cada momento, el solo hecho de poder establecer su antítesis inaugura una reverberancia simultanea, un absurdo grotesco... su justificación infinita.
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