26 enero 2008

Sobre cómo yo sigo de vacaciones y vos, lector, seguís en la ciudad con tanto calor que no me alcanzan los grados Kelvin

Argos sigue al pie de la sierra con un daikiri de frutilla en la mano izquierda y un Marlboro en la derecha, haciendo sudokus mientras el sol baja despacito por el horizonte del rio pedregoso.

La vida es así...

19 enero 2008

Sobre el blog, o cómo escribir 857 palabras sin que se te caiga una puta idea

Hace un poco más de dos años, cuando abrí el blog, pensé, en el mismo momento en que estaba dándole clic al “Crear un blog”, que el mundo se detendría, que las mujeres embarazadas iban a parir al unísono torrentes de niños rubios y de ojos azules, y que todos aquellos querubines panzones se iban llamarían Argos en honor a mis graves atropellos contra la humanidad. Pero lo cierto es que al poco tiempo me di cuenta del fiasco, al blog sólo lo leíamos Luz, una talentosa diseñadora de cositos navegables, y yo; las mujeres embarazadas terminaban dando a luz cuando se les antojaba, y algunas hasta tenían el espantoso gusto de nombrarlos Mateo, Lautaro, Jonathan o Braian (sisi, así, con la fonética).

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Eran tiempos altruistas, y por eso, si a mis escritos no los leía nadie no importaba, porque escribía, y así, con ese acto chiquito y esmirriado, me aproximaba de a poco a lo que sentía debía ser. Que fracasara totalmente era una probabilidad cierta, pero los fracasados tienen una especie de viñeta chic, una calificación sustancial, son autores de “culto”. Y eso, de por si es una especie de colchón, de hándicap boludón, que hace del impacto contra la realidad algo menos atemorizante.

Convengamos que en esa época, según todos aseveran, si no hubiera abierto el blog y dedicádome (?) a escribir como un autista en éxtasis, quizás hubiera terminado mi carrera como cirujano, o como psicópata, como cronista de policiales, o cualquier otra cosa en la que corriera mucha sangre. O también, y ya en las postrimerías, como Pai umbanda, filósofo o preceptor escolar. Pero la vida tiene esas raras vueltas, que son más una extravagante cadena de fatalidades, con alguna que otra calamidad entre medio –generalmente discos de “rock nacional”-, que un designio omnipotente de los brazos oscuros del destino. Así, en vez de despanzurrar gente por el barrio, armé un blog polimorfo, donde juego en todos los papeles y me importa muy poco el qué dirán –ya no en términos altruistas, porque ahora si me importa el dinero, la fama y las groupies-.

Creo que el blog, en estos dos años y algo, ha pasado a ser una especie de “bildungsroman”, donde el malaventurado visitante se encuentra con el desarrollo de la nada a una nada con un poco mas de cosmovisiones. Como la vida misma, donde se piensan cosas importantes sólo en los tiempos muertos, y, generalmente, cuando ya es tarde, porque a nadie se le ocurre la frase brillante en el momento indicado, la solución teórica insospechada en el último aliento, o la palabra del medio de la claringrilla cuando está atragantándose con las medialunas. Lo realmente paradójico de todo esto es que los malaventurados vuelven, lo que demuestra el espíritu masoquista del género humano.

A lo largo del 2007, he conocido gente que ha intentado enseñarme a escribir con propiedad, cosa que dudo seriamente que hayan logrado, ya que sigo escribiendo más o menos como siempre, pero es meritorio el hecho de haberlo intentado, y más, de haberme soportado tanto tiempo. Ellos son, por orden de aparición: Karina, Patricia y Néstor. También estuvo una chica llamada Tamara, pero cierta vez nombró las obras escritas de Sócrates y, desde ese preciso momento, me dediqué a darle con el anverso de mi cólera. Esta gente ha logrado devolverme las ganas de escribir, y me ha obligado a ver que no debería avergonzarme por como lo hago –aunque en este punto no estemos muy de acuerdo-. A todos ellos les he tomado afecto –algo realmente muy raro en mi, que vivo despotricando y escribiendo maravillosas intempestivas, como Quintín, pero con menos clase o, por lo menos, con menor erudicción-.

Creo que este blog, aparte de ser un “bildungsroman”, también se ha convertido no en un reflejo de la realidad, ni en una ficción hecha y derecha, sino en una copia de mi enfermiza y, por momentos, petulante visión sobre la realidad. El problema es que la gente tiende a confundir lo real con lo normal, cuando en si, lo normal es una convención y la realidad es una porquería, y yo, con mi bipolaridad, me hermano a Thomas Mann y a Britney Spears –gorda, fofa y tambaleantemente sensual-, y abrazo las dos cuestiones con la misma desfachatez con que el loquito de la calle corrientes se masturba a las nueve y media de la noche en la puerta del teatro. Porque lo importante no es que la vida sea una mierda –porque ahí el loquito de la calle Corrientes nos habría ganado de antemano-, sino poder escribirla y que al menos no lo parezca tanto, o que lo parezca menos, con la misma inconsciencia con que se vive la vida, como subiendo peldaños sin preguntarse para qué, y al final, cuando llega el gran acto final, dar el último traspié con elegancia, como si a uno le faltara un escalón o perdiera el equilibrio…

…y si es en blog, tanto mejor.

Me fui de vacaciones, nos vemos en unos días.

18 enero 2008

La última capitulación

Cuando era joven –o sea, más joven que ahora-, soñaba con tener el rictus severo de los ensayistas de izquierda, de esos que hablan con voz gruesa y cavernosa, y que levantan el dedo índice de la mano derecha para conjeturar solícitamente sobre viejas incongruencias; gente que sólo habla de cosas importantes, o que, al menos tiene cara de hablar sólo de cosas importantes, estúpidas quizás, pero siempre importantes. Con los años fui creciendo y la vida comenzó a parecerme menos dramática, así como también la escritura. Dejé de escribir esos panegíricos concienzudos destinados –dentro de mi cosmovisión de joven adulto- a salvar el mundo, y me dediqué a la frivolidad, a la francachela mediocre de relatar el hoy de una manera más o menos simple. Teniendo en cuenta estas palabras, “La última capitulación”, que se encuentra en “La colmena” de Camilo Cela, no deja de ser una patada ninja al centro maditativo de mi ser, esa que ya no escribe cosas aburridas y complejas, pero que si las piensa y pone cara de poker para que nadie lo sospeche. Así que ahí va, “La última capitulación”, y espero que se sientan tan mal como yo al leerlo, eso significaría que, a pesar de que hace rato ya que somos inmorales, no todo está perdido... demasiado perdido todavía.

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Última capitulación

"Hay reglas generales: las aguas siempre vuelven a sus cauces, las aguas siempre vuelven a salirse de sus cauces, etc. Pero el fantasma, aun tenue, de la realidad, no ha nacido quien lo apuntille, quien le dé el certero cachetazo que le haga estirar la pata de una puñetera vez y para siempre. El mundo gira, y las ideas (?) de los gobernantes del mundo, las histerias, las soberbias, los enfermizos atavismos de los gobernantes del mundo, giran también y a compás y según convenga. En este valle de lágrimas faltan dos cosas: salud para rebelarse y decencia para mantener la rebelión; honestamente y sin reticencias, con naturalidad y sin fingir extrañas tragedias, sin caridad, sin escrúpulos, sin insomnios (tal como los astros marchan o los escarabajos hacen el amor). Todo lo demás es pacto y música de flauta.

En uno de estos giros, sonámbulos giros, del inmediato mundo, la colmena se ha quedado dentro. Lo misma hubiera podido –a iguales méritos e intención- acontecer lo contrario. Lo mismo, también, hubiera podido no haberse escrito por quien la escribió: otro lo hubiera hecho. O nadie (seamos humildes, inmensa y descaradamente humildes, etc.). El escritor puede llegar hasta el asesinato para redondear su libro; tan sólo se le exige que –en su asesinato y en su libro- sea auténtico y no se deje arrastrar por las afables y doradas rémoras que la sociedad, como una ajada amante ya sin encantos, le brinda a cambio de que enmascare el latido de aquello que a su alrededor sucede.

El escritor también puede ahogarse en la vida misma: en la violencia, en el vicio, en la acción. Lo único que al escritor no le está permitido es sonreír, presentarse a los concursos literarios, pedir dinero a las fundaciones y quedarse, entre Pinto y Valdemoro, a mitad de camino. Si el escritor no se siente capaz de dejarse morir de hambre, debe cambiar de oficio. La verdad del escritor no coincide con la verdad de quienes reparten el oro. No quiere decirse que el oro sea menos verdad que la palabra, y si, tan sólo, que la palabra de la verdad no se escribe con oro, sino con sangre (o con mierda de moribundo, o con leche de mujer, o con lágrimas).

La ley del escritor no tiene más que dos mandamientos: escribir y esperar. El cómplice del escritor es el tiempo. Y el tiempo es el implacable gorgojo q corroe y hunde la sociedad que atenaza al escritor. Nada importa nada, fuera de la verdad de cada cual. Y todavía menos que nada, debe importar la máscara de la verdad (aun la máscara de la verdad de cada cual).

El escritor es una bestia de aguantes insospechados, un animal de resistencias sin fin, capaz de dejarse la vida-y la reputación, y los amigos, y la familia, y demás confortables zarandajas- a cambio de un fajo de cuartillas en el que pueda adivinarse su minúscula verdad (que, a veces, coincide con la minúscula y absoluta libertad exigible al hombre). Al escritor nada, ni siquiera la literatura, le importa. El escritor obediente, el escritor uncido al carro del político, del poderoso o del paladín, brinda a quienes ven los toros desde la barrera (los hombres calificados en castas, clases o colegios) un espectáculo demasiado triste. No hay mas escritor comprometido que aquel que se jura fidelidad a si mismo, que aquel que se compromete consigo mismo. La fidelidad a los demás, si no coincide, como una moneda con otra moneda, con la violenta y propia fidelidad al dictado de nuestra conciencia, no es maña de mayor respeto que la disciplina –o los reflejos condicionados- del caballo del circo.

El escritor nada pide porque nada –ni aun voz ni pluma- necesita; le basta con la memoria. Amordazado y maniatado, el escritor sigue siendo escritor. Y muerto, también: que su voz resuena por el último confín del desierto, y que el recuerdo de sus criaturas ahí queda. Mal que pese a los pobres títeres que quieren arreglar el mundo con el derecho administrativo.

A la sociedad, para ser feliz en su anestesia (las hojas del rábano de la esperanza) le sobran los escritores. Lo malo para la sociedad es que no ha encontrado la fórmula de raerlos de si o de hacerlos callar. Tampoco está en el camino de conseguirlo.

En los tiempos modernos, el escritor ha adoptado cuatro sucesivas actitudes ante los políticos obstinados en conducir al hombre por derroteros artificiales (todos los derroteros por donde los políticos han querido conducir al hombre son artificiales, y todos los políticos se obstinaron en no permitir al hombre caminar por su natural senda de íntima libertad). Al escritor que se hubiera cambiado por el político le sucedió el escritor que se conforma con marchar a remolque del político. Al escritor que se siente lazarillo del político, ¡qué ingenua soberbia!, seguirá el escritor que lo despreciará. La historia tiene ya el número de páginas suficientes para enseñarnos dos cosas: que jamás la política (contra todas las apariencias) fue tejida por políticos (meros canalizadores de la inercia histórica). Que el fiscal de esta inercia y de los zurriagazos de quienes quieren, vanamente, llevarla por aquí o por allá, es el escritor. El resultado nada ha de importarle. La literatura no es una charada: es una actitud".

14 enero 2008

La Cólera del Argos - Piquetero

Nunca en la vida voy a entender cómo el que está cortando la calle en reclamo de un aumento del plan, tiene unas zapatillas que yo no me puedo comprar ni sumando la plata de la escritura con la del trabajo -cosas que últimamente hago como un endemoniado-, o cómo carajos hacen para tener ese pedazo de celular que filma, saca fotos, te muestra las tetas de la rubia que tenés al lado y, si querés, apretando un botón, liquida a tus enemigos y a los amantes de las minas que están buenas.

Pero el hecho es que te cortan la calle, con su aire impune de gansters del conurbano, que es algo así como la mafia cubana de Miami, pero con menos nivel, y miran a la gente que pasa con la seguridad sobradora que da el montón.

Hoy reparaba en las palabras de Ricardo "Patán" Ragendorfer: "En la moral del ladrón el que labura es un gil"... ¿Y en la del piquetero qué?

Breve intempestiva mientras me doy la cabeza contra el teclado una y otra vez, repitiendo en voz alta "me equivoqué de profesión"... Yo pensaba que ser pastor evangelista era el factotum de lo sórdido, pero a veces me equivoco.

08 enero 2008

Anton Ego y la sinceridad

A veces me sorprendo cuando los demás no ven lo interesante aunque les golpee la nariz. Otras veces no me sorprendo tanto y tiendo a pensar que el desconcierto es un reflejo condicionado, que somos como un perrito pavloviano que en lugar de responder con salivación lo hace con sonseras al estímulo de la televisión. Pero otras ocaciones –muy raras a decir verdad-, de ella misma recrudece la esperanza, aunque los filósofos digan que lo que es no puede ser y no ser al mismo tiempo:

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“La vida de un crítico es sencilla en muchos aspectos. Arriesgamos poco y tenemos poder sobre aquellos que ofrecen su trabajo y su servicio a nuestro juicio. Preferimos las críticas negativas, que son divertidas de leer y de escribir. Pero la triste verdad que debemos afrontar es que en el gran orden de las cosas, cualquier basura tiene más significado que lo que deja ver nuestra crítica. Pero en ocasiones el crítico, sí se arriesga cuando descubre y defiende algo nuevo. El mundo suele ser cruel con el nuevo talento, las nuevas creaciones. Lo nuevo necesita amigos (…)”. Parlamento final de Anton Ego – Ratatoille, Disney Pixar.

Claro que aquí sigue estando el elemento cliché de la redención del villano, pero si tomamos en cuenta que los héroes de nuestros primeros cuentos infantiles eran siempre rubios, blancos y de ojos celestes, y los malos eran siempre feos, negros o deformes, esto ya es un adelanto.

06 enero 2008

El caso de la Elfa

La primera vez que hice un trato con el demonio me sorprendí. “Me estás cargando”, le dije y él prorrumpió con una estruendosa carcajada que logró sacar de su autismo cosmopolita a los transeúntes de Acoyte y Rivadavia.

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-No, en serio, por dónde viene la mano –pregunté a sabiendas de la fama del diablo y dispuesto a no dejarme engañar a la primera-.

-Quédese tranquilo, por esta nimiedad no le cobro ni un pedacito de su alma, pero algo me dice que ya nos volveremos a ver-. Dicho esto, transmutó en una morocha de piernas largas y siguió caminando hacia la estación del subte A, donde, dicen las señoras del supermercado, todos los viernes comparte la mesa con sus súbditos, sus querubines infernales, los sindicalistas.

El teléfono sonó, con esa canción de los Bee Gees que a nadie parecía gustarle excepto a mi. Era ella. ¡Ella! Esa mujer que me torturó tantos años con su desamor, con su distancia casi profesional hacia todas mis palabras, con su revolcarse con otros en mi presencia; esa Beatriz* que me llevó a todos los infiernos a los que puede descender un hombre, incluso al peor de todos: al de la humillación ridícula –porque toda humillación lo es, justamente, por ser ridícula-, o lo que es lo mismo, al de la poesía febril y acongojada de hombre no correspondido. Era ella y le urgía verme lo antes posible. Era ella, la elfa de piel suave y traslucida, la de los ojos azules, con su mezcla de ángel inocente y de hembra bien predispuesta.

Con un nudo en la garganta, como si toda el alma que el demonio no había querido llevarse se me enroscara en el cuello, me dirigí a su departamento. Me esperaba con vestido celeste que apenas alcanzaba a cubrir sus rodillas. Me declaró su amor incondicional y desmedido, mientras yo, por lo bajo, cantaba loas al mismísimo Satán.

Nos besamos e hicimos el amor, aunque decir amor sea un eufemismo, fue el puro acto animal, desenfadado y casi criminal de coger. No hubo amor ni sentimentalismo, eso fue posterior; fue brutalidad, química, látex, piel, la fulgurante necesidad insaciable y los calambres. Ella era mía, no podía creerlo, pero era mía, aunque no pudiera creerlo.

El noviazgo fue corto pero fructífero, ella se graduó de licenciada en comunicación social –lo que debió servirme de advertencia-, mientras que yo pude terminar mi primera novela, la que tuvo una aceptación relativamente buena –lo que también debió servirme de advertencia-.

Un atardecer de otoño, un año después de mi encuentro con el diablo, luego de incursionar en lo que los ingleses llaman out door en la plaza San Martín, decidí que era el momento y le propuse matrimonio. Ella se emocionó y lloró. Respondió que si. Dos meses después nos juramos amor eterno ante dios. Al salir de la iglesia no pude evitar ver a una morocha de piernas infinitas y escote sugerente, que sonreía de una manera peculiar. Yo sabía que era el demonio, él sabía que yo sabía, pero los dos sabíamos que ninguno de los otros tenía la menor idea y que en realidad no importaba porque no teníamos negociaciones pendientes. Aun así no dijo una sola palabra al respecto, sólo se acercó a mi esposa y la beso en la frente, deseándonos amor eterno y fidelidad absoluta. Esa fue mi segunda sorpresa.

Todo siguió su curso normal, éramos felices, ella decidió abandonar temporalmente su trabajo en una consultora del microcentro porque quería poner orden en nuestra nueva casa. Entretanto, nuestras salvajadas sexuales se superaban a si mismas y sólo con su relato bastaría para empalidecer a cualquier prostitutas de carrera de las que pululan por Palermo.

A los tres meses de convivencia algo empezó a cambiar, no bruscamente, porque nadie se va a la mierda de repente sin darse cuenta, sino de a poco, paulatina pero constantemente. Comenzó con una novela de Paulo Coelho y siguió con una de James Ellroy; luego aparecieron las bombachas regadas por la habitación y, para cuando tomé conciencia, ya no podíamos hacerlo sobre el escritorio sin mancharnos con el polvo, que sumado al sudor inherente de esas prácticas, da una especie de barro que se torna sumamente repugnante, no al momento, sino el día después. Supuse que esto sería temporal, naturaleza de las mujeres, habitual inconstancia en ciertas cosas, porque ella era un hada como la de los cuentos, y las ninfas no están acostumbradas a esas cuestiones terrenales. Decidí contratar una empleada doméstica, me pareció lo más natural, como si respondiera a la sindéresis… y me equivoqué. Llantos y escenas sobre mi misoginia, que no la valoraba como mujer, que para eso que le cortara las manos en ese mismo momento, y que si había contratado a esa arpía asquerosa –decía-, era solamente para poder acostarme con ella. La “arpía asquerosa” tenía 64 años y le faltaban todos los dientes frontales, pero esto no fue alegato suficiente, por lo que la casa siguió su lento e inexorable camino a la decadencia.

Al séptimo mes todo se derrumbaba excepto nuestra química en la cama. Ella ya no salía de casa, gastando el tránsito de la habitación a la heladera, ida y vuelta. Llegué a pensar que me engañaba en nuestro propio hogar y contraté a un investigador privado, esa gente de infancia traumada que ha leído demasiados cuentos de Monsieur Dupín y de Sherlock Holmes, pero que también tienen el macabro placer de decirle a los cornudos que, en definitiva, son cornudos, y cobrar por ello. Pues bien, el caballero se apostó en la esquina durante 15 días consecutivos, al cabo de los cuales llegó a preguntarme si en verdad vivía alguien más que yo mismo en esa casa de paredes blancas. Ella no salía, no se movía, y eso comenzaba a preocuparme. Comencé a preguntarme cuánto tendría que ver el demonio en todo esto y él me aseguró que de momento absolutamente nada.

Al octavo mes, en nuestra fortaleza inexpugnable hecha de tacto y de sábanas, comencé a notar algunas cosas extrañas. Al noveno ya era evidente y aberrante, la piel traslucida de mi elfa mitológica ya no era traslúcida, ni suave, ni nada; se asemejaba más bien a las piernas del centro-delantero de Chacarita Juniors. Ese contacto espeluznante, como de estar acostado con otro hombre, me despertó de la ensoñación como una cachetada, mi hembra sedienta de sexo se había transformado en algo inenarrable. La vi por primera vez en tanto tiempo no con la imagen que mi mente y mi cuerpo se habían hecho de ella, sino en lo que se había tornado en realidad, con su obesidad logarítmica que hacía que sus rasgos otrora finos, delicados y sobrenaturales perdieran toda su encanto; donde antes estaba la magia azul de sus ojos, ahora se encontraba una mirada bobina perdida entre las marcas de estrías y la celulitis reaccionaria.

En el mismo embate de realidad forzada miré en derredor, la mugre, las telarañas, la ropa interior sucia y regada; las sábanas de seda blanca manchadas con aceites de diversos tipos y antigüedad, con nuestros propios fluidos corporales, con restos de galletitas que azarosamente escaparon al abismo de su gula. Comprendí que había sido engañado, no por el demonio, sino por ella que, en definitiva, nos había engañado a todos con sus modos sociales de princesa y sus costumbres de prostituta veterana en la alcoba. Ella había forjado una máscara de suspiros y miradas, de dietas y horóscopos, de la más descarada infamia. El demonio sabía que Sartre, acabado y final, había dado con la fórmula correcta, que el infierno son los otros, y que esos avernos son terriblemente más crueles y profundos que los que él mismo administra.

Ella, mi elfa ficticia, la que nunca había existido, lloraba desconsoladamente, me juraba amor. Yo no podía soportarlo. Corrí hacia la puerta, pero no pude abrirla; traté de romper las ventanas, volar la maldita casa, suicidarme, asesinarla. Lo probé todo, pero en el mismo momento donde la muerte daba el augurio del descanso todo volvía a comenzar en el momento justo donde pude ver la realidad, en el desesperarse, en el correr, aun recordando la muerte anterior, la inútil, la que no nos libraba de nada. Me arrodillé, supliqué al demonio que tomara mi alma a cambio de la libertad, pero se negó rotundamente, dijo que esos eran asuntos de albedrío y que esos infiernos no correspondían a su distrito.

Cuando todo está perdido el único reparo es la resignación, que a los fines es una especie de paz desangelada y escabrosa, pero en definitiva paz. Creo que podría lograrlo si ella me escuchara y dejara de llorar o si simplemente se apagaran sus reproches.

Hoy he logrado perderme unos segundos en mis pensamientos, hasta que mi hada rota reclamó sus menesteres. Pude dar en el blanco y sentirme un buen perdedor: el demonio lo había comprendido todo desde un principio y desde entonces me había sentenciado, sin participación directa, ya que eso hubiera requerido a cambio mi alma, y a él más que mi alma le interesaba la diversión; sino con pequeñas y acertadas apariciones, como los buenos actores de reparto, porque a él, sobre todas las cosas, le gusta la vida en clave de reality show y por lo que he llegado a escuchar, en sus dominios tenemos buena concurrencia.

04 enero 2008

Sobre las mujeres tetonas

Ella hablaba sobre mi supuesta fragilidad, mi soledad existencial y no sé qué fantástica teoría psicoanalítica, mientras le daba largas caladas al cigarrillo con sus movimientos de gata descangayada, sobre los que se podrían escribir manuales enteros de seducción femenina.

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Yo la miraba y asentía maquinalmente, sin escuchar, miraba hipnotizado el vaivén de sus pechos al moverse tratando de explicarme no recuerdo cuál epígrafe nietzscheano; preguntándome en realidad, por qué maldita conspiración del destino todas las mujeres tetonas son taradas o tienen defectos en el habla, tanto más cuando son rubias.

Deluca sostiene que es un mecanismo de la selección natural, el tamaño de las tetas es inversamente proporcional al coeficiente intelectual y actúa como un mecanismo de defensa contra las artes oscuras de las destetadas, por lo que no se puede ser tonta y no tener tetas grandes, porque sería la representación misma del infierno. Di Meglio en cambio, con su escepticismo englobador, dice que esas mamas están compuestas por neuronas muertas y que todas las tetonas son tontas porque son tontas, y también porque no tienen que esforzarse para conseguir citas, un puesto de secretaria o una aventura con un hombre mayor que les compre carteras y zapatos a cambio de dudosos favores sexuales. A veces pienso que estas son más calumnias envidiosas que lúcidos arrebatos filosóficos.

Por mi parte, creo que las tetonas son tontas porque deben serlo, pero no por ellas, sino por el trauma psicológico que supone el mundo, el universo de miradas que se centra en sus dos grandes convicciones y no en ellas. Esos pechos sinuosos y simétricos que suponen a la vez el mantener todas las bocas abiertas, como una jauría de lobos esperando el pequeño milagro del verano y los escotes o de un viento arremolinado de invierno que arranque algunos botones de esa camisa; son a la vez la carga metafísica de saberse excluidas del mundo. Sus tetas convierten a la historia en circular, en un eterno retorno, en siempre el mismo chiflido, las mismas guarangadas por la vereda, la misma saliva enjundiosa, los mismos arrebatados bocinazos por la avenida. El resto de ellas no, sigue de largo por la linealidad del tiempo que se escapa, dejando sus tetas a merced de los buitres peregrinos de una ciudad en llamas. Las mujeres tetonas responden a una dualidad del tiempo, a una elipsis, una diáspora que amenaza la continuidad del universo.

Ella hablaba sobre mi supuesta fragilidad, y yo que pensaba sobre los anatemas profundos de sus dos cuantiosas mamas, tuve que matarla y esconderla y volver a casa, con la camisa y la corbata, saludar e impostar la sonrisa, responder a las preguntas de rigor: “si querida, fue un día duro en el trabajo, la muchacha nueva de la que te decía ayer no se ha presentado”... pero ella hablaba, con sus tetas, y hablaba y hablaba y hablaba...

03 enero 2008

Shua por dos (o por cinco)

Reunión de padres

En la reunión de padres de la escuela se discuten métodos para ejecutar a la maestra. La mamá de Romina revuelve el café con un dedo que se disuelve lentamente en la taza. En mi época, la recuerdo con melancolía, se optaba por la lapidación y los ejecutores eran los alumnos mismos. En el patio, como siempre, se escuchaban gritos.

Atontada por el dolor

En la copa de un árbol, una mujer sostiene abiertos los pantalones de su difunto marido. El cura le ha dicho que su hombre está en el cielo y ella espera que caiga en cualquier momento. Pobre tonta, como si no lo conociera. Su marido cae del cielo una vez por día, pero nunca en el mismo árbol. Otras también lo esperan.

Dos microcuentos de Botánica del caos, excelente libro de microcuentos escrito por la argentina Ana María Shua. Éste, como casi toda la buena literatura, se puede conseguir en la calle Corrientes a no más de cinco pesos.
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