26 marzo 2007

Escrito Fallido

Aun recuerdo aquellas mañanas frías en Ezeiza, cuando el todo era verde y solitario, y uno podía escuchar, con el silencio trémulo, el paso lento del ferrocarril por una estación seguramente vacía, o con no mas de un par de vaqueanos rompiendo la monocorde soledad del paisaje, como dándole una especie de justificación metafísica a la existencia del mismo.

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Todavía, si cierro los ojos con esperanza, logro rememorar cómo era mi pueblo veinte años atrás, y en tanto recuerdo aquello me evoco a mi mismo, por asociación, por decantación, por un juego de alquimistas a la inversa. Y ahí me encuentro, veinte años atrás, niño, rubio e inocente, en un pueblo semi-desierto abrazado por la pobreza primordial.

Si definiéramos nostalgia como aquel ejercicio subjetivo de la tristeza que le da a lo transcurrido un brillo que en realidad nunca tuvo, y que lo hace tanto más, cuanto mayor profundidad en nuestro pasado tiene aquello, no podría considerarme nostálgico; mas si puedo sentir aquella enfermedad que tipificaron los griegos, y a la que mi alma suele recurrir con tanta afición, que es la melancolía, y es un tipo totalmente distinto de abatimiento, que siempre encuentra alguna manera de plasmarse en mis escritos, en mis cavilaciones, en mis sapiencias del amor, en mis ficciones, o en las descabelladas teorías conspirativas que atentan contra la libertad del hombre.

¿Es aquella tristeza elemental el fuego donde mi alma arde con los últimos recursos y envuelve a mis textos? Quizás escribir se sustente en el placer masoquista de mostrarse a través de otros, de los personajes, y que sean ellos los que muestren o la tristeza, o la impudicia, como una especie de tercerización de aquellos sucesos. Ya que, por más que se juegue a lo fantástico, todos aquellos personajes que circundan nuestras obras llevan nuestra impronta: las frustraciones, las alegrías, los temores, o los más oscuros y negados vicios; esto deviene en que la ficción total es tan imposible como el ensayo objetivo, o el sistema filosófico despersonalizado… más que hablar del mundo, la obra del filósofo –o del sofista- habla del mismo filósofo; las ficciones del escritor, y las poesías del poeta.

Hace veinte años comencé a soñar con ser escritor, y en ese entonces, a los cinco años de edad, en medio del desierto verde donde el tedio o el altruismo eran las únicas opciones, comencé a dar los primeros pasos de lo que podría llamarse intransigencia. Aun no transitaba cavilante y perdido por la ciudad, meditando sobre el hombre y lo que lo rodea; aun no había leído a Chesterton, a Mann, a Joyce, a Nietzsche, a Schopenhauer, a Proust ni a Sartre. Aun no estaba corrompido por el mundo, era cristalino, y por ende –supongo-, mis textos chatos y superficiales.

Pero ¿de qué puede hablar un muchacho de cinco años si no es Rimbaud? No lo sé, no lo recuerdo. Solo vienen a mi las imágenes de la sombra de mi padre destruyendo mis manuscritos en una etapa más cercana al presente, porque debía ser médico, o abogado, o cualquier cosa menos poeta o escritor, ya que esos eran estériles pasatiempos de bohemios y fracasados; de mi madre consolándome, aunque dándole la razón… si solo hubiera sabido como yo sé hoy, que algunos de los mayores logros del hombre se encuentran en las páginas finales de Mallarmé, de Rilke, de Schiller o de Borges…

Ha transcurrido el tiempo, y donde se extendía la arboleda infinita e inmutable, hoy se erigen casas, asfaltos y personas, que para mi, perdido y cavilante, son someras variaciones del paisaje. Elucido amargamente, que la diferencia entre el árbol y el hombre inculto es insustancial, comparten el mismo universo, el de la ignorancia y la ignominia, el primero porque es su ámbito, el segundo por su inconsistencia en alcanzar un estrato superior, pertenece pero es ajeno a su concepto… una manera trágica de coincidir la existencia.

Yo solo quería ser escritor, y aun me pregunto por qué. En el entretanto sigo escribiendo esta clase de artículos heterodoxos, donde se mezclan las ideas, la ficción y los espasmos de la palabra, lejos, muy lejos de aquello que denominamos nostalgia; pero cerca, muy cerca del fuego destructor de mi melancolía.

Yo solo quería ser escritor, y hoy lamento ver defraudadas mis expectativas de niño con este artículo inconcluso.

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