26 noviembre 2007

Furia y muerte en Avellaneda (26-6-2002)

Néstor dice que debo dedicarme al cuento o a las ficciones y yo me pregunto qué sería de mis escritos si alguna vez les dedicara algo más que los diez minutos que les entrego usualmente. En esta oportunidad jugamos a ser cronistas del pasado pero en presente, y yo, fiel a mi alma teorética me pierdo por las páginas de Foucault tratando de meter subliminalmente alguna que otra apostilla que sirva para darle algo más de profundidad al intento de crónica.

Néstor tiene razón en un sentido dual. Por una parte, tendría que dedicarme a la literatura pero para eso necesitaría un mecenas y una niñera. Por otra parte, ¿qué son las crónicas sino la ficcionalización de un momento dado, una ficción que, claro está, ponemos en términos lo más objetivos posibles para que el lector desprevenido crea que está leyendo una versión imparcial? ¿Acaso la misma vida no se transforma en ficción al ser enunciada? Podríamos escapar de esto ejerciendo una visión panóptica de las cosas, teniendo todos los puntos de vista de cada momento y en cada una de las circunstancias, pero estaríamos frente a algo contradictorio, tan contradictorio como el alma de los hombres, y los hombres no desean por lo general ver reflejadas sus contradicciones. Quizás la única diferencia entre el periodista y el filósofo sea que el primero ficcionaliza hechos intrascendentes que tendrán una importancia actual, y el segundo ficcionaliza sobre ideas no menos intrascendentes que tendrán una importancia posterior. Al fin y al cabo, los dos deben ser, causa sui, grandes mitificadores.

Demasiada introducción para un escrito tan breve…

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FURIA Y MUERTE EN AVELLANEDA

Dos muertos, 90 heridos y más de 160 detenidos fue el saldo del violento enfrentamiento entre grupos piqueteros y las fuerzas de seguridad, en uno de los principales accesos a la Capital Federal desde el sur del conurbano, el puente Pueyrredón, en la localidad de Avellaneda.

Los días anteriores, el gobierno nacional anunció que no permitiría ningún corte en los accesos a la Capital Federal y que estos, en el caso de producirse, serían persuadidos por las fuerzas de seguridad. Ante el inminente corte del puente por parte de grupos de piqueteros y desocupados, el Secretario de Seguridad, Juan José Álvarez, dispuso, con el aval presidencial, un operativo de más de dos mil efectivos, aunando las fuerzas de la policía -Federal y Bonaerense-, la Prefectura y la Gendarmería nacional. Operativo que fracasó en el objetivo persuasivo, dando paso a una brutal represión que se diseminó en una lucha cuerpo a cuerpo por las inmediaciones.

Un grupo reducido de efectivos de la policía bonaerense se adelantan parapetados con cascos y escudos, en un intento vano por intentar detener la marcha de los más de dos mil manifestantes congregados en la zona. Cuando ambos grupos se encuentran a escasos metros comienzan los tumultos, sin importar a esta altura de qué lado provino la primera provocación. Suenan los estruendos de las balas de goma al impactar sobre los cuerpos, el color blanquecino de los gases lacrimógenos tornan el ambiente nebuloso e irrespirable, como un ensueño infernal de violencia y desmanes. Entra en acción los efectivos restantes, la policía federal se introduce en territorio bonaerense, perdiendo su jurisdicción, transformando el hecho en una cuestión absolutamente ilegal. Los manifestantes se desbandan y retroceden, comienza una cacería que tendrá lugar en cada esquina de las adyacencias.

En la estación del ferrocarril Roca de la localidad, Darío Santillán es alcanzado por balas de plomo y cae. Maximiliano Kosteki se separa del grupo que a estas alturas huye por la avenida Pavón para auxiliar a su compañero herido de gravedad, quizá ya sin vida. En esa acción lo encuentran los proyectiles policiales que dan en su espalda. Kosteki tarda en morir, agoniza lentamente ante la inacción de los oficiales presentes. Afuera de la estación siguen las corridas y la violencia, la locura insensible, la fuerte dicción de los palos y de los gases; pero dentro, en el hall de la estación, se extiende perturbadoramente el estallido sigiloso de una muerte y el camino inexorable de otra, una persona agoniza, ya sin banderas políticas.

En la guardia del hospital Fiorito el comisario Alfredo Franchiotti, rodeado de periodistas intentó desligarse de las muertes y del accionar paupérrimo de las fuerzas de seguridad, refugiándose en la absurda versión oficial de que las muertes fueron causadas por disputas internas dentro de la manifestación, cuando los puñetazos furibundos de un activista se estrellaron de pleno en su rostro.

Sangre, furia y muerte en Avellaneda, una macabra alegoría de la disolución republicana que como una hemorragia profunda y huracanada arrastra el único logro a medias del gobierno de Eduardo Duhalde. Mientras que en el eco del violento fracaso de una reconstrucción positiva de la Argentina que alguna vez soñó con ser grande, sonarán las tristes palabras de Álvarez como un amargo estertor insoslayable: “La policía en ningún momento portó balas de plomo. Por lo que tengo entendido, la balacera se produjo entre los bloques piqueteros. Igualmente, se investigará hasta las últimas consecuencias”.

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