26 abril 2009

Las formas de la muerte

Carlos Cáceres… o Cáceres a secas -porque tantos años de servicio le habían resumido el nombre y su misma concepción del nombre-, se vio a sí mismo en un espejo imposible, en un retazo cristalino de la memoria. Volvió a sus días de uniforme y al último enfrentamiento que le acortó los días en la fuerza. No por magia o poesía del destino, sino porque pudo ver en los ojos de aquel pirata del asfalto desconocido, cómo la vida lo abandonaba instante por instante luego de que la explosión del hierro le rompiera la anatomía.

Algo de Cáceres también murió ese día, sus facciones de hombre recio se aplacaron y comenzó a preguntarse por la existencia de dios, no de manera acabada y profunda como en esos desvaríos de la metafísica y de la teología. Sino, simplemente a concebir la idea de que ante la ausencia de dios, de ese último gran absoluto, todo estaba permitido. De manera inconsciente, quizás, parafraseaba a Dostoievski, pero con las limitaciones rudimentarias de un hombre entrenado para la violencia y fogueado en ella. Y aunque la muerte para los hombres de la Fuerza siempre es eventual o plausible, aquella otra muerte que bien podría ser indistinta a cualquier otra, marcó su idea complementaria de finitud.

Volvió del ensueño acompasado por el ritmo cansino de la Eco Sport, con un sabor amargo en la boca que abreviaba una cólera postrera e inexplicable y sacudió la cabeza para despejar aquellos recuerdos complejos, minados de ideas inextricables. Cáceres era un hombre de acción y como tal, no podía entregarse a los recovecos de ciertas discrepancias teóricas.

Volvió al presente por un mero acto de la voluntad. La empresa de seguridad auguraba un excelente porvenir custodiando los countries de la zona más acomodada de Pilar y podía considerarse un hombre dichoso. Sin dudas, usufructuar con el terror de las personas y la inoperancia del Estado, era un buen negocio, como tantos de sus ex colegas lo habían comprendido, aun con más celeridad. Aunque él, a diferencia de la gran mayoría de los otros, había escapado de las purgas policiales y había tenido la suerte de un retiro honroso, con una honrosa pensión miserable.

Era una noche clara en las que las epifanías y las enunciaciones desandaban otros rumbos, lejos, muy lejos de Luján. Esa noche la linealidad del tiempo era perfecta y no permitía el descrédito de los presagios. No porque el teniente retirado fuera un hombre de vaticinios, sino porque estos, más allá de los ataques del escepticismo, a veces son necesarios… o útiles.

Cáceres vislumbró una sombra que cruzaba la ruta unos metros adelante, cortándole el camino, y puteó con fuerza porque sus ojos ya no eran los que habían sido, aunque aun en el devenir estrepitoso del envejecer, confiaba en sus instintos y en sus reflejos.

Talvez sintió el aroma electrizante del peligro que no puede evitarse o el tirón de orejas de una vendetta macabra. Se estiró con lentitud y de la guantera sacó su Glock 9 milímetros, la máquina de muerte que el fárrago duhaldista de la “maldita policía” le regaló. Pero también sus reflejos se habían endurecido, casi en la misma medida en la que se le había encogido el nombre, y antes de su reacción, una lluvia de balas atravesó el parabrisas.

Se recostó sobre el asiento del acompañante, jadeando, con el latido del corazón percutiéndole en las sienes. Imaginaba la posibilidad de la muerte como una enorme sombra que todo lo abarcaba, pero lo peor era entrar en pánico y precipitarse.

Se asomó por los restos del vidrio, gatilló dos veces, escuchó un grito y volvió a ocultarse. Sin embargo, los otros eran cuatro y las arbitrariedades de los números lo agobiaron como una imposibilidad. Por primera vez, vio la muerte con forma de otro y no como esa cosa intangible que todo lo cubre. Sacó la pistola de refuerzo, la Ballester molina calibre 380, y se irguió para hacerles frente a aquellos cuatro fantasmas descoloridos que se amontonaban a la distancia.

El intercambio fue breve pero brutal. Un fuego le recorrió el brazo, el tinte rojo en las ropas certificó la herida que le encogió la humanidad a un solo punto indeterminado y sintió el peso de sus huesos que crujían bajo ese otro peso imposible del fantasma de saberse morir. Sin embargo no hubo desesperación, sólo el dolor punzante y reiterativo que le abrazaba la carne, y la consciencia de que todas las explicaciones y todas las preguntas eran inútiles. Tampoco hubo, como pudo comprobar con una decepción profunda, el flashback de las películas, ni una luz blanca que lo iluminara. Lo único que volvió fue aquella vieja inquietud sobre la probabilidad de un dios y la certeza de que la muerte no conoce de heroísmos sino que hermana a los hombres.

Cuando aquella sombra con aire infantil se acercó a rematarlo, sólo atinó a un último y largo suspiro. No rezó, sólo se entregó al olvido.

Jamás pudo comprender, Cáceres, por qué en la violencia la muerte se banaliza. Tampoco llegaría a saber que su muerte se transformaría en una apostilla en el diario posterior, sin más repercusión ni motivo que la noticia, con la vulgaridad de los cronistas policiales, esos biógrafos de la muerte ajena.

3 comentarios:

lagave dijo...

Haga usted el favor de escribir más relatos. No estaría mal una novela, eh?
Saludos primaverales para vos y un beso a Joaquín.

C. dijo...

Estamos con el que si te pica el mosquito se pudre todo con el dengue, y que no te vaya a picar un chancho porque ahí sí estás en verdaderos problemas.
Ya escribiré, a veces me tomo mis licencias.
Saludos casi, casi, otoñales de aqui.

ana dijo...

Suerte que estoy lejos de los chanchos, jeje
Aunque tengo algunos cerca que no pican pero traen otras pestes y calamidades.
Abrazo largo, beso para Mariana y tu niño.

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