31 octubre 2007

La muerte de un viajante

Ensordecedores fueron los aplausos y ovaciones que se elevaron desde cada rincón de la sala Pablo Picasso del Paseo La Plaza al promediar la medianoche del viernes. Podía leerse en el rostro de los presentes el agradecimiento por una obra impecable, el reconocimiento al enorme talento del multipremiado actor Alfredo Alcón, tanto así, que si Esquilo, Sófocles, Ibsen o el mismo Arthur Miller hubiesen pensado en un actor para sus tragedias, seguramente sería éste, con su magnánima presencia en el escenario y esa capacidad embriagadora para mantener al espectador al vilo de las emociones. El otro gran protagonista de la obra, Diego Peretti, logra momentos de gran lucimiento actoral por más que en ciertos pasajes se note su dedicación eminentemente televisiva.

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La función, prevista para las 21 hs., se demoró unos minutos ante la continua llegada de espectadores que, ignorando los letreros repletos de luces y photoshop del teatro de revista que abundan por la calle Corrientes, optaron por un drama gigantesco e intemporal en un auditorio, a priori, austero. Llama poderosamente la atención la ausencia de público joven, esas personas que son sobre todas las cosas el futuro del teatro. Quizás la auscultación del alma de un solo hombre –que de eso trata “La muerte de un viajante”-, que es al cabo todos los hombres, como una gran elipsis schopenhaueriana, sea demasiado chocante para una juventud enclaustrada en el relajo de espectáculos que requieren como virtud, de las redondeces curvosas del semillero de nuevas modelos tontas y de una pasividad intelectual que se da la mano con la falta de sentido alegórico.

La escenografía minimalista emplazada por Jorge Ferrari, se bastó de una cama y cuatro sillas que irían cambiando su distribución sobre un alfombrado verde, dando el clima deseado de angustiante soledad aun en los puntos más álgidos de las ensoñaciones que los personajes se permiten. Un escenario elemental que cumple con su cometido de recrear el clásico de Arthur Miller más en base a talento actoral que a parafernalias estetisistas.

A lo largo de la obra, el pasado y el presente, se entrecruzan majestuosamente con efectos sonoros y luminosos que evitan cualquier tipo de confusión al espectador. Los recuerdos de los personajes, los hechos en tiempo real y las situaciones que sólo suceden en la mente de un Willy Loman interpretado magistralmente por Alfredo Alcón, llevan al espectador desde la risa hasta la misericordia absoluta por aquel hombre que ha fracasado en la vida y en su profesión –a la que le ha entregado su vida-, y al que sólo le queda el remedo de la fantasía y la extraña enajenación para soportar los terribles embates de una realidad oscura y profunda. El conflicto central con sus hijos, Happy y Biff Loman (Sebastián Pajoni y Diego Peretti respectivamente), son el espejo invisible donde Will observa la disolución de sus últimas esperanzas de trascender a través de otro, de lograr lo que a él le ha sido esquivo en su carrera comercial en la cual ha centrado la existencia: el éxito.

El auditorio de dimensiones reducidas coloca cara a cara al espectador con los actores y con algo que trasciende a ellos, el sentido último de la obra, el existencialismo atroz que va dejando un gusto amargo en cada uno de los allí presentes, el de una historia ficciosa pero perfectamente posible, estrenada cuarenta y siete años atrás pero –podría decirse-, irresponsablemente actual; una obra que, quizás, todos hayan vivido en algún momento de sus vidas, también a la manera de Schopenhauer, como un momento que es todos los momentos en un tiempo determinado.

A lo largo de la función los concurrentes dispensan la mayor parte de las emociones del género humano, desde la cólera hasta la alegría, desde el morbo bizarro hasta la tristeza elemental pero profunda. La metáfora concluyó con precisa y brutal justicia poética, como toda obra intemporal cuando es ejecutada por actores brillantes. Una estruendosa ovación sacude la pequeña sala Pablo Picasso, una ovación que se hace más profusa cuando los actores se hacen presentes, una ovación que se sintetiza en cierta dama secándose las lágrimas entre los aplausos fervorosos y en cierto de caballero -de raudo aspecto- intentando ocultarlas.

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