Podría pasarme la eternidad cavilando acerca de porqué nos pasa lo que nos pasa. Podría estar dos veces el valor de la eternidad sin llegar a una respuesta, o a una conclusión, lo que en este caso viene a ser lo mismo.
Un juego dialéctico a la manera de Borges nos diría que si bien la cantidad de conclusiones es inabarcable, también lo son el número de hombres a lo largo del tiempo, de tal manera, que las unas y los otros siempre encuentran su correlato. Puedo aseverar que todos los hombres dan la suma de la biblioteca de Babel. También tengo la certeza de que un solo hombre nos refiere a algo más complejo, puesto que, el número infinito depende de su atributo: la infinitez; en cambio un solo hombre depende de su propia existencia. En tanto en el número infinito conformamos un eslabón más en la escalera hacia lo indefinido, en lo personal solo nosotros entendemos el laberinto sin fin que refiere el solo hecho de existir. Borges creó un universo llamado biblioteca, que a la vez refería a la humanidad entera y a la nada. Referí laberinto en cohesión con existir, pero ¿es dable de llamar de tal manera a lo signado por el azar? Con esto no digo el azar absoluto, ya que así se convertiría en un nuevo tipo de dios; sino más bien al azar subjetivo, mi porción de azar. Se puede opinar o no de la misma manera, pero lo cierto es que hasta la muerte comienza a existir una vez que se toma conciencia de ella.
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Diciendo lo anterior, casi con vergüenza, tengo que reconocer que tuve dos grandes maestros: Uno, el de los libros, Federico Nietszche; el otro, el de la vida, el licenciado Daniel Guerra. Ambos me fueron defraudando con el correr del tiempo; el primero, debido a que el “Anti-método” nietzschiano desemboca en el nihilismo. Nosotros, los que adoptamos alguna vez su filosofía, escondíamos este hecho evidente detrás de otra palabra: Vitalismo con mayúsculas, volviéndonos farsantes, retornando a la estructura que tanto pregonamos por destruir. Hoy en día tiendo a creer que es posible un vitalismo real, alejado del nihilismo final, aunque temo estar siendo ingenuo en esta postura. Con todo, no podemos negar la genialidad de las premisas nietzschieanas donde la pars constructiva y la pars destructiva forman una única entidad. Con una conjetura al estilo del gran pensador, podemos decir que solo se divisan nuevos horizontes rompiendo las descaradas paredes del gran templo.
El otro, un ferviente aristotélico, de los que ya no quedan, el mismo que me introdujo a la Metafísica en mis 16 años. La desilusión fue inexorable, porque la vida y el transcurso de la vida lo son. El siempre creyó que la verdad se encontraba en la realidad; por lo cuál, ambos, Verdad y Realidad, se sostenían como valores absolutos. Yo siempre supuse lo contrario, que son términos nominales, de importancia dialéctica o retórica, pero sin valor real; que históricamente identifican un vector de poder. Así, no es la realidad lo que fundamenta la verdad, sino lo inverso, es la verdad –inculcada- lo que estipula la realidad vivida. Claro que con todo esto estamos hablando de una realidad que trasciende los átomos, las moléculas, y las piedras; estamos hablando de algo quizás más importante: de la concepción del pensamiento.
Daniel, con todo el afecto que un alumno puede sentir por su maestro, desapareció de mi vida hace varios años ya, sin embargo tengo la certeza de que su pensamiento no ha cambiado un ápice en todos estos años. El seguirá hablando de causas eficientes, y finales, escribiendo con su letra redonda, que “Todo hombre, por naturaleza, desea conocer”, y que la Verdad es una sola. También creo que aun se sentirá decepcionado de este mal alumno, que siempre vio las cosas de manera harto distintas. Aun recuerdo cuando con sorna me llamaba “Sofista”, término que adopté, pero dándole una significancia positiva, como para que su derrota no fuera ya complementaria, sino total.
Aun, después de tantos años, miro hacia atrás, y veo a aquellos dos grandes hombres –cada cual a su modo-, con los que alguna vez estuve de acuerdo. Y aunque hoy nuestras diferencias son tajantes, no puedo dejar de divisarlos con cariño, así como los ancianos recuerdan su infancia en esa tierra lejana y ya cubierta de malezas que se llama inocencia.
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