10 junio 2007

Despertar I

(El ferrocarril atropelló a una muchacha, o esta prorrumpió contra él; son distintas formalidades para una misma circunstancia).

Estaba allí, en la estación semidesierta, con sus auriculares y su suéter gris, a escasos metros de donde me encontraba ensayando la multiplicidad de excusas por haber faltado a cierta reunión de la Organización.

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Nuestras miradas se encontraron, pero como suele sucederme, mirar a una mujer a los ojos -más cuando esta es bella-, tiende a provocarme un pudor insoportable, como si fuera una especie de monstruo que necesita esconderse detrás de los libros y de las palabras para ocultar su verdadera esencial.

Bajé la cabeza, sonrojado, sintiéndome verdaderamente estúpido, tosco, hijo de un mundo más primitivo. Nadie lo supuso, nadie podía hacerlo, pero al aproximarse la formación ella se arrojó, como quien se zambulle a una última experiencia, reveladora y extraordinaria.

Podría jurar que mientras duró su pequeño vuelo de alma rota, me miró y sonrió. Pero esa mueca no era exactamente una sonrisa, había algo desolador en ella, algo que trataba de decirme en esas finales décimas de segundo: sus ojos destellaban una especie de sabiduría milenaria, todo su rostro reflejaba los arduos aprendizajes de la soledad, una mujer a la que eternamente le faltará un abrazo, una caricia, unas palabras de amor… a la que le faltará toda una vida. Sin embargo, para la historia universal de la humanidad nada habrá cambiado, todo seguirá su marcha indefinida hacia ninguna parte, y entre todas las variables de un tiempo determinado habrá otra chica de ojos celestes y rasgos cansados que ocupe su lugar.

Alguien llorará por ella –todos lloran por alguien-, la recordará con esa singular luminiscencia que regala la nostalgia; al principio con un dolor desesperado, luego con la resignación de lo imposible, posteriormente, con el paso de los días y de los cataclismos, su imagen irá ajando, desvaneciendo lenta pero inexorablemente, hasta que ya solo quede el vago eco de alguien que “quizás” alguna vez existió, como una suerte de inmortalidad imperfecta, que solo logra retrasar lo inevitable. En todo caso, en la mejor de la circunstancias, su recuerdo se irá con nosotros.

Me recriminaré para siempre la falta de reacción, la absoluta torpeza de mis acciones. Quisiera haberle podido regalar un guiño de comprensión, de solemne despedida, y no la máscara de espantada sorpresa, pero esto siempre será tarde, irremediablemente.

Cerré los ojos, no pude mirar, escuché la estridencia del hierro, la estampida de los pasos de una multitud morbosa. Una muchacha rubia había muerto, en realidad a nadie le importó; solo buscaban un trozo, una salpicadura, ver la máscara destrozada de la mujer de suéter rojo que alguna vez sonrió… solo buscaban algo para contar en sus casas.

Comencé a marchar hacia la salida de la estación, no sentí indignación, sino un profundo asco de ser –en lo profundo- lo mismo que ellos, ya que al final, no hay categorías de hombres, solo hombres que pasan y pretenden ser. Quise gritar, correr… limpiarme de esa sensación, de esos ojos tristes que me inundaban de culpa y de temor. Aun no comprendía que aquello me acompañaría hasta hoy. Nunca imaginé que esta secuencia de imágenes sería el principio de un cambio trascendental, de esta nueva cadencia de cavilaciones, de esta búsqueda tan desesperada.

-Disculpe señor, ¿Me permitiría el boleto? Perdido en el espacio que separa mis pensamientos de la realidad harían varios segundos ya que observaba al guarda sin verlo, como quien mira a través de un vidrio opaco la ciudad anónima que pasa.

1 comentario:

C. dijo...

Esto formaba parte de la nouvelle online, cuya página liquidé hace un tiempo.

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