17 junio 2007

Los trabajos de Néstor - Los Heresiarcas

Cuentan los libros ocultos que Rupino, el heresiarca, durante el apogeo de la dominación dórica, conjeturó un silogismo que, poco después de ser enunciado, terminó destruyendo su existencia terrena en sentido literal. Dicho en otras palabras, su cuerpo y su alma fueron desmoronándose aceleradamente luego de pronunciadas aquellas tres premisas malditas, como si el castigo de todos los dioses en los cuales no creía magullaran cada partícula de vitalidad de su anatomía oscura en venganza por aquella blasfemia suprema ideada o descubierta por el hedonismo intelectual del hombre.

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Aquella muerte senescente comenzó al atardecer del solsticio de verano y culminó poco después del alba, cuando sus discípulos, mostrando una piedad sin parangón para los hombres raudos de aquella cultura, lapidaron el cadáver andante y crujiente de Rupino, del cual no quedó más que polvo y un grito desmesurado. Según cuenta Cayo Plinio Segundo, con una mezcla de asombro y repugnancia en un apéndice de Naturalis historia: “aun podía escucharse, cientos de años después, en las afueras de lo que hubo sido la Hélade ágrafe de aquella estirpe dórica, ese alarido mórbido y helado que estrujaba el alma con su fragor de muertes interminables”.

Los discípulos participantes en el sacrificio concluyeron en el carácter divino y mortal del silogismo, elucidando que la enunciación era el conjuro mágico por el cual el dios -múltiple en la unidad, infinito e inmortal-, accedía a corporizarse en el mártir para nombrar las cosas del mundo superior, iluminando de esa manera la torpeza enmohecida de los hombres –o de esos hombres que fueron todos los hombres, como luego develaría Shopenhauer-.

La reclamación de la deidad consistía, por aquel entonces, únicamente en la vida del poseso o iluminado, quien debía conocer el Secreto y pronunciarlo al atardecer del día indicado, momento en el que las circunferencias trascendentales del tiempo eran más propicias para el alumbramiento de la palabra.

La conformación de la secta se produjo inmediatamente, según nos lega Heródoto de Halicarnaso en el segundo volumen de Historiae: “Al vigésimo tercer día de la invocación, los ‘intemporales’ confluyeron en las cercanías de Rodas, donde fundaron la secta cuyo nombre es conocido solo por los iniciados de rango superior, los destinados a acometer la herejía”. En la actualidad, helenistas de la talla de Jean Paul Vernant, suponen un error profundo en las palabras del historiador griego, citando como correcto el día nonagésimo tercero posterior al conjuro. Dicho desliz se torna comprensible si se toman en cuenta dos factores fundamentales: los sectarios abogaban por modismos poético-oraculares, formas mántico-religiosas secundarias, denotantes esperanzados de la sabiduría final y terrible que conformaba la causa final de la cofradía; y su profundo desprecio inicial por la palabra escrita.

El rito permaneció invariable a lo largo de los veinticinco siglos de existencia de la secta: un maestro precedido por trece discípulos en una colina apartada, en donde el primero repite aquella frase ya gastada por tanto tiempo de muertes y de polvo -o talvez de una misma muerte consecutiva, como ya veremos-. Comienza el transe, las parábolas, las perífrasis, la exaltación orgiástica y la muerte al amanecer posterior, no ya del profeta iridiscente, sino de los andrajos del dios que se descomponen al contacto con la brisa. Treinta y nueve piedras piadosas culminan el ritual. Mas esta culminación no es sangrienta, puesto que los proyectiles atraviesan el espectro de lado a lado, limpiamente, dejando en su decurso una estela de partículas translúcidas, humo y el eco un grito inconmensurable.

Los teóricos mas radicalizados de lo que luego pasó a ser una organización, sostienen que aquellas muertes no eran tales, sino que se producía –y se produce-, una especie de transubstanciación: cualquier colina y cualquier tiempo vuelven a ser, una vez pronunciadas las palabras correctas, aquella colina dos mil quinientos años atrás pero en el presente, como una ondulación temporal que permite el desdoblamiento de la realidad, adquiriendo ésta uno de los atributos de dios, la multiplicidad en la unidad. Así, el profeta ya no será uno indeterminado cada vez, sino que será siempre Rupino el heresiarca, el que espetará el silogismo, el que tendrá las visiones y el ditirámbico gusto del furor; también será él quien sufrirá los dolores de la muerte aun en la muerte mas oscura en manos de sus trece viejos apóstoles rejuvenecidos por el ejercicio del concordato con el dios.

A lo largo de sus veinticinco siglos de historia la secta ha tenido múltiples desprendimientos y separaciones por diferencias cosmogónicas, teológicas y pragmáticas. La catárica fue una de las dicotomías espirituales más importantes de la secta primigenia de los ‘heresiarcas’ o ‘intemporales’, surgida de un interjuego entre el cristianismo y los principios fundamentales de sus creencias autóctonas. Los cataros, que en si desconocieron el Secreto, conducían su religión híbrida bajo un criterio básicamente evangélico, pero sosteniendo de sus raíces la fuerte compulsión a la muerte, el firme desprecio hacia lo corpóreo y la férrea aversión para con todo lo simbólico que no fuera la palabra, puesto que estos últimos eran signos de la firme prisión que los oscuros habrían construido para negarle al hombre verdadero e intangible la iluminación de la palabra y la posterior destrucción infinita. Los libros ocultos e irrevelables aseguran que las cruzadas Albigenses, ejecutadas a mediados del año mil doscientos, tuvieron entre sus participantes a infiltrados de la organización, no por una vinculación con el clero ya que los Intemporales también eran martirizados por estos, sino por el odio irracional que los Intemporales procuraron a los cátaros.

Luego historia y leyenda se confunden, si es que acaso la ciencia de los libros y el pasado no está desde el principio confundida con el mithos. Sólo se conocen pasajes de los acontecimientos ocurridos en la congregación y en el mundo -puesto que de cierta manera, los Intemporales o Heresiarcas conformaron desde su nacimiento el lado oscuro del orbe, esa porción especular que se mueve en el sigilo del secreto heurístico-, a través de diarios ocultos o simbologías cifradas de miembros decadentes o de infiltrados imprudentes, que recibían a manera de perdón el mismo final piadoso del Gran Padre. Con los siglos, estos mecanismos se fueron modernizando a la par de la cosmovisión Herética, donde primero hubo piedras luego hubo dagas –Cayo Julio Cesar entre muchos otros ilustres- y luego prorrumpieron las balas –como en el caso de Manuel Dorrego-. Aquellos profanos quienes tenían la mala fortuna de aprender el Secreto, sucumbían ante la tentación de quebrar la regla divina y pronunciarlo de inmediato, sufriendo una muerte espantosa, en la que la sangre brotaba de cada poro de su piel y sus ojos estallaban como pústulas ulcerosas, hasta no quedar más que un fuerte hedor a azufre alrededor de una nada oscura. Pronunciar el secreto o escribirlo fuera del atardecer del solsticio de verano era la condena inmediata y futura, la ruptura inmanente, el dolor eterno del vacio absoluto. Los manuscritos de letra tortuosa e infame así lo demuestran.

Cierto miembro Heresiarca que pidió encarecidamente que preservara su identidad y que fue quien develó la mayoría de las cuestiones que en este artículo se tratan me refirió lo siguiente, entre tantas otras ejemplificaciones:

“Hitler, ese maldito xenófobo traidor conoció el camino del misterio en Bélgica, durante la ocupación bávara en la primera guerra mundial, cuando de improvisto se encontró en medio del rito de descenso. Su humanidad no estaba preparada para el maravilloso espectáculo de Dios. Allí enloqueció y terminó en lo que todos lamentablemente ya conocemos”.

De la misma manera se refirió a varios personajes históricos cuya bravura y/o crueldad son nefastamente conocidas. Según él, la percepción mental de los hombres medios no era competente para recibir el Secreto o el Camino Hacia El Misterio. “Por eso mismo –fundamentó-, en la actualidad no pocos miembros se dedican al campo psicológico como yo mismo lo hago, esperando encontrar la manera, la forma trascendental, de que todos los hombres sean aptos para el transe”. También me refirió lo que ya era sabido, que toda referencia directa hablada o escrita del dios era castigada con la muerte piadosa aggiornada por las balas. Pero al decir esto sonrió misteriosamente, con un brillo exaltado en los ojos.

-Sabe usted mi estimado señor Maier, a pesar de todo he logrado elucubrar la manera de describir al Dios sin sufrir la muerte absoluta. Claro está, puedo describirlo como una profunda alegoría que, en todo caso, usted tendrá que elucidar.

Lo miré sin comprender, mientras extendía un trozo de papel plegado.

-No lo abra antes de que yo me retire –profirió-, nuestras vidas cuentan con ello y más la suya que la mía. Por cierto, a partir del momento en que usted vea lo que hay en el papel su vida ya no será la misma, ya que usted formará parte del secreto.

-¿Pero por qué me remite usted una clave para poder develar el misterio que durante tantas vidas han guardado, no se convertiría usted en un traidor a la manera de Stalin, Nietzsche o Joyce?

-Ya lo creo mi estimado amigo -dijo acompañándose de una carcajada profunda-, pero me parece así ha de ser, todo aquello que nace por el hedonismo intelectual de un hombre debe perecer por la sensualidad voluptuosa de la mente de otro. De todas maneras, creo que ya es tiempo de que me retire. Y así marchó hasta la puerta donde lo esperaban otros hombres a los que saludó con la mano izquierda. Hizo un guiño con su sombrero al cual no respondí, y se retiraron.

Ya en la soledad del café pude abrir el papel. Observé una grafía desesperada: “Ahora que mi vida se ha acabado, cuide usted la suya. Sepa que los hombres del Secreto siempre saludan con la mano izquierda y nunca miran a los ojos, si llegara usted a encontrarse con ellos huya, aunque en realidad dudo mucho que sirva de algo.
Debajo le adjunto cierto dibujo del cual estimo hemos conversado. Ciertamente espero que se encuentre a su comprensión y encuentre la manera de publicar esta infamia mortuoria en su tabloide para que al fin esta pesadilla culmine”.

Observé el dibujo y no comprendí, era una mujer joven y voluptuosa, de pechos turgentes y una mirada de soslayo. Pero luego, al mirar con atención, comprendí otro esbozo de estilo macabro, una anciana destruida por el tiempo y la soledad. Debajo de la imagen se encontraba la misma letra inclinada citando una frase cuyo autor no recuerdo: “Siempre será el mismo día, el mismo tiempo, la misma intensidad de la muerte”.

Salí del café perdido en la constancia de mis cavilaciones, cuando elevé la cabeza al cielo, vi el sol y todas las nieblas borrascosas de mi mente desaparecieron, pude comprender… maldita sea la hora en que pude comprender. Pude ver en un solo punto cardinal todos avatares oscuros de la historia, los ritmos circadianos y circulares del tiempo y de otros tiempos; otras noches, otros escuálidos seres apuntalando a un primero entre gritos enjundiosos; vi la noche que es todas las noches y el atardecer eterno de una Grecia en llamas; vi la muerte a los ojos, la alondra boreal, la piel oscura alumbrada por la luna roja africana, un mar tempestuoso e incomprensible; vislumbré a todos los hombres, al espacio infinito que media a cada hombre del otro. Vi la vida y la no vida, la materia y la antimateria. Vi los ojos del dios silogístico.

Uno de los guardiacárceles ruinosos con los que pude entablar cierto tipo de amistad, comentó que cuando me hayaron, estaba yo bailando semidesnudo, entonando cierta canción en una lengua desmembrada e incomprensible, pero que sonaba rítmica, como si en verdad fuese una lengua perdida por los hombres miles de años atrás y no un fruto de aquel brote psicótico.

Hoy comprendo a Nietzsche, quien murió sólo, demente y eterno, en un psiquiátrico de Basilea por encontrar él las mismas pautas que yo, aunque sin ayuda externa. Ambos hemos descubierto que los secretos de los dioses y de los otros hombres no son revelables a los mortales, al cabo ¿Cómo podría contener la mente de un solo mortal el secreto de toda la historia del universo que yace en un día, en un atardecer, en unas pocas palabras? ¡Oh Parmenides! ¡Oh Nietzsche! Hoy quizás también soy Nietzsche, pero en este agujero pérfido del desierto de los hombres que es el arquetipo de la muerte absoluta.

Siempre será el mismo día, el mismo tiempo, la misma intensidad de la muerte…



(Escrito basado en esta imagen y en mi sentido del historisismo apócrifo. El atento ojo del lector dará cuenta que todos los datos son imaginarios a excepción de algunos nombres y situaciones.

Lo que se busca aquí es demostrar que todas las palabra y todos los relatos son más verdaderos en la medida en que sus fundamentaciones son más complejas más allá de su veracidad, acabando de esta manera con el sentido realista de verdad e introduciendo el concepto nominalista.

El hombre tiende a perderse en los laberintos de las citas y de los nombres, y suele llamar verdad -absoluta, como la de los evangelios- a aquello que no comprende. De esta manera, la ciencia es verdad en tanto más inaprehensible se torna, al igual que las teologías y las escuelas filosóficas. Pero lo cierto es que al final, detrás de tanto palabrerío ornamental y de tanta conceptualidad mórbida, sólo queda el hombre tratando desesperadamente de creer en algo, tanto mejor si ese algo es incomprensible).

Cristian Maier - Argos est.

Buenos Aires - 2007

3 comentarios:

Anónimo dijo...

Existen dos posibilidades en relación a Genta, A)Comenzó a entender esa cabecita loca y sumamente inteligente que posees. B)Se quiere matar!!!!!
Sabés que me encantó lo que escribistes, te lo dije cuando vi el comienzo de esto y ahora lo sostengo mucho más.
ADELANTE. Es demasiado potencial el que tenés, pero despacio.

Cuidate!!!DESCANSA!!! XXX

C. dijo...

Uy, alguien que lee cuando escribo en largo! Esto no sucede todos los días.
Néstor es un amigo, y este escrito es, según estimo, apenas correcto.

Gracias Ya por el coment

Morenita dijo...

Me fascinó, muy Borges, pero muy original...

Además, todas las imágenes se iban formando en mimente, como lo que logra la buena literatura...

(Tengo que confesar que en la imagen yo sólo veo la anciana...)

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