10 junio 2007

Despertar II

Caminar es la representación motriz de ese alejamiento paulatino que sufrimos de nuestro pasado, así los recuerdos transcurren de las imágenes a las sensaciones, y por último a la duda sobre su existencia real, como un sueño a las orillas del despertar. Quizás, todo recuerdo contenga algo de ensoñación ¡Cuántas veces me he visto repasar el pasado con esa extraña emoción que nos entrega la reminiscencia lumínica de la nostalgia! Luminosidad que, en realidad, nunca tuvo, pero que sirve de apaño, en un último intento por salvarnos de nosotros mismos. Recordar, a medida que el tiempo y los cataclismos van sucediendo, es un acto maravillosamente falsario, una perspectiva manipulable, es al fin lo que nos mantendrá en el camino –cualquiera que este sea y donde quiera que se dirija, aunque sea a ningún lugar-.

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Vivir nos aleja de una serie de recuerdos y nos acerca a otros que, quizás, serán mañana. Si Heráclito alguna vez tuvo razón, vivir y caminar siempre serán las constantes de un profundo y eterno distanciamiento.

Un par de ojos celestes me seguían desde dentro, nada podía hacer excepto aceptar lo inevitable, que siempre lo harían hasta tanto pudiera comprender u olvidar lo que en los instantes finales trataron de comunicarme. En ese momento mis cavilaciones eran circulares e improducentes, un extenso y único razonamiento sobre la variabilidad que tenemos para aceptar los duros golpes de la realidad, como esos hombres que entregan heroicamente sus vidas por una causa –sin saber que en el lapso de una eternidad todas las causas son nominales-, para luego quitárselas ellos mismos, por ejemplo, por un desengaño amoroso. Pero en si no es raro que en la mayor parte de las veces los dolores del alma lleven a autoinflingirse la muerte, ya que de cierta manera vivir con este dolor es vivir la muerte, la peor, la que no calla. La pena ideológica o cerebral enerva o decepciona, la pena que tiene relación con los estratos más profundos del hombre mata.

Una profunda calada al cigarro provocó un acceso de tos que me devolvió al mundo. Sentado frente a la torre de los ingleses la terminal de Retiro se mostraba impasible bajo la luz mortecina de ese atardecer, y mi pregunta seguía siendo la misma: ¿Por qué tuviste que regalarme estas visiones a mi? Por primera vez en mucho tiempo volvía a preguntarme por el sentido de la existencia y me sentía miserable, desanimado, con treinta y cuatro años impúdicos e imbéciles. Uno suele darse cuenta con posterioridad, luego de mucho tiempo; pero tuve la suerte y la desgracia de saber en ese mismo momento, pocas horas después del hecho desencadenante, que sería un quiebre en mi vida, que ya nada volvería a ser igual. Los hechos que sucedieron luego confirmaron esta sensación en un sentido macabro de los dualismos absolutos de bien o mal.

Sonó el teléfono móvil, era Ricardo, requería mi presencia urgentemente por cuestiones relacionadas con la Organización. Traté de negarme, pero el tono amenazante y la retahíla de improperios fueron suficientes. Nos encontraríamos en dos horas en el bar de Avenida de Mayo y Perú. Mi vida comenzaba a desmoronarse, podía escuchar los crujidos sordos de las estructuras mentales, pero a nadie parecía interesarle. De hecho, a la Organización no le interesaba.

El hecho de que tuviera que entrevistarme con Ricardo realmente me contrariaba, ya que su barba espesa y su abundante abdomen tendían a producirme rechazo -no solo esto, sino esto en conjunción con lo demás-, y sobre todo, sabía que las noticias no eran buenas.

1 comentario:

C. dijo...

Esto formaba parte de la nouvelle online, cuya página liquidé hace un tiempo.

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