12 septiembre 2007

Despertar III - El huevo de la serpiente

Es extraño cómo una muerte nueva y desconocida nos trae a colación una muerte añeja y dolorosa, de esas que siempre se viven en presente, donde el transcurso tiempo presenta su verdadero rostro fragmentario, desparejo y circular. En realidad, la muerte es siempre la misma, lo que varían son las circunstancias de nuestro pequeño y endeble universo personal; no es ni oscura, terrible o inmoral, simplemente es, y transcurre de manera solitaria. Todas las adjetivaciones y elucubraciones posteriores son, ni más ni menos, que metafísica de charlatanes y literatura fantástica.

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Fue en ese momento en que decidí que la princesa suicida se llamaría, desde entonces y para siempre, Victoria. Porque Victoria, la princesa quimérica que tomó mi genio entre sus manos y lo destruyó, había sido el principio y el fin, la furiosa tempestad y el amor desecho de los desangelados. Y ahora, tan muerta, tan fría y tan lejana, en cierta manera se asemejaba a una polaroid, cuyos defectos se van borrando paulatinamente hasta quedar el papel en blanco, transformándose así en el recuerdo perfecto. Quizás necesitaba recrear la pérdida de la Victoria primigenia para volver a tener una excusa benevolente que me permitiera seguir destruyendo mi vida, no lo sé; lo que si puedo decir es que con ese nombre al fin pude encontrar la palabra que faltaba a esa extraña sensación: esa muchacha era Victoria, la otra y esta, como una transmutación de antiguas cosmogonías.

(Los hechos que relataré a continuación, sucedieron hace aproximadamente diez años).

Por aquel entonces comenzaba a ser reconocido como un proyecto de escritor con un futuro promisorio, y si bien aun no había publicado libro –no en realidad porque los hubieran rechazado, como apuntan mis detractores, sino por una absoluta falta de interés-, las tentaciones y los posibles mecenas no faltaban. Mis versos eran festejados en las tertulias y con eso era suficiente.

Ante la pregunta recurrente que, por supuesto me agradaba, solía responder: “Publicar es convertirse en parte del problema y no de la solución, ¿acaso no sería de alguna manera participar en la desintegración cultural del mundo? ¿Acaso ha nacido el nuevo Rimbaud de la poética, o el nuevo Joyce de las demás letras? El arte mediocre no es arte, es su copia devaluada, pueril y enferma”. Esta frase, más allá de su escabroso vaticinio, por lo general iba secundada por una risa escéptica, de fin de los tiempos.

Sin embargo, una de las tantas noches que ya amenazaban con convertirse en todas las noches, resonó una voz de mujer a mis espaldas, una voz áspera e intemporal: “No hacerlo es mucho peor que ser parte del problema, es ser un cobarde; un traidor de la peor clase, el que desde su inacción mira la hecatombe y las ruinas de su mundo decadente, sonriendo con suficiencia mientras se entrega a sus cantos de autocomplacencia y a la compadecencia estúpida del séquito de adoradores purulentos”. Giré la cabeza con una sonrisa amarga y forzada, reacción provocada no por la frase teñida de una divertida mezcla romántico-barroca –y básicamente verdadera-, sino por aquella música elemental de una voz que aunaba el eco devastador en mis moléculas vivenciales.

Las piernas infinitas, cruzadas; el humo del cigarrillo delimitando las configuraciones evanescentes de su aura, los largos cabellos rubios y de lado, junto con la magia opaca de sus ojos y labios asfixiaron el ingenio de las palabras; el tiempo no se detuvo, pero si aminoró su marcha y una extraña oscuridad se fue cerniendo sobre el rostro de los que, copa en mano, esperaban la respuesta sardónica. La respuesta no llegó y yo, que hasta cierto punto siempre hube sentido hasta entonces, en la porción metafórica e irreal de las multiplicidades del alma, el destino amargamente encantador de ser la encarnación de todas las letras de todos los tiempos, había sido derrotado en franco debate por una mujer… por esa mujer, mi cuerpo perdió la compostura ante aquella imagen, no por indignación como bien podría suponerse, sino porque simplemente formaba parte ya del extraño encantamiento de sus particulares conjugaciones.

Luego vino la confusión, el viaje narcótico y demencial; el alcohol, la poesía, las drogas, la larga orgía proselitista; éramos la representación de lo dionisiaco y de lo extremista. Éramos hedonistas militantes, pero también la muestra brutal y espástica de la decadencia de nuestro tiempo; éramos grandes idealistas y profundos pensadores… éramos artistas, pero también la prostitución de todas las cosas y de todos los mundos imaginables, posibles o probables. A través de las curvas sinuosas de los recuerdos puedo ver a Ricardo arrastrándome, semiinconsciente y desnudo, por el piso frío de la amplia habitación, esquivando los cuerpos desnudos sembrados como después de una batalla descarnada e impiadosa, batalla que en realidad tuvo lugar, sólo que en sentido figurado; luego de vomitar hasta recuperar algo la conciencia, el mismo Ricardo se encargó de empujarme por las calles frías de Buenos Aires, mientras aun ebrio de lujuria revolucionaria y de muchas otras cosas, gritaba versos por la calle entre señoras que se apartaban espantadas y caballeros fruncía el ceño. Luego que nos detuvo la policía, un oficial muy rígido y con bigote reglamentario nos golpeó salvajemente para luego meternos en la patrulla. Recuerdo haberle preguntado a Ricardo, muy lejos de la difícil situación en la que nos encontrábamos: “¿Quién era esa?”, él me miró con el gesto adusto, con la furia contenida y bien fundada: “Esa es Victoria”. Y así comenzó la pendiente, sin haber llegado a la cima ni a ningún lugar, pero en ese momento no podía saberlo, eran tiempos donde todo lo que tocaba se convertía en palabras, donde escribía con sangre y frenesí.

De aquel frenesí hoy sólo quedan mis venas abiertas, donde la nada arenosa se retuerce por todo lo que ha sucumbido. Hoy he perdido a Victoria, ésta Victoria que es la otra, en esta muerte que es la otra, y en mis letras que nunca volvieron a ser las mismas. Soy la sombra subyugada de un poeta que fue grande, y que avanza por la ciudad, entre perdido y delirante, al encuentro de la otra parte del pasado –quizás la más insignificante-: Ricardo. Pero decir Ricardo es decir Victoria, es traerla una vez más desde su mundo extemporáneo, del abrigo inexpugnable de un olvido parcial y reparador que ocultó sus pequeñas atrocidades.

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