03 febrero 2008

Metolodologías de la rutina

La conclusión es fatídica pero no por ello menos certera: escribir algo decente el primer día que se vuelve a la ciudad es imposible. Será porque se vuelve por obligación, cabizbajo y reputeante, a remover los escombros de una vida signada por la rutina, que, en el mejor de los casos, se intenta disfrazar con distintas configuraciones de lo mismo. Pero al final, todo termina en eso, en morirse de a poquito como un monito fordista que sonríe del uno al diez y llora enojosamente del 25 al 30 con una constancia religiosa.

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Como dije, uno vuelve por compromiso, pero las ganas de vivir se tardan un poco más, como un mecanismo de defensa ante las grises magias de lo cotidiano. Cuando las ganas no están, en realidad no importa mucho qué es lo que se está haciendo, pero cuando vuelven, ya se está atrapado otra vez, leyendo otros libros o viajando en otros colectivos, pero yendo siempre hacia el mismo lugar.

Hay personas que viven su rutina felizmente, siente la seguridad y el soporte de lo que es reiterativo, y por ello suele vérselos alegres en el trabajo, disfrutando de su néctar exhumado de las más aberrantes salvajadas de la repetición. Para estos, un día y cualquier otro no poseen diferencias absolutas, o si, pero estas se presentan en las cosas casi imperceptibles y, en realidad, poco interesantes, como la espuma del café, los puteríos de almacén o la intermitencia de las nubes. Su verdadero conflicto comienza con el periodo vacacional, que toman con acérrima apatía, pataleando porque se encuentran obligados a tomarlo.

Ya en su hogar y de vacaciones, el hombre rutinario suele transformarse en ese bicho raro que la modernidad ha dado en llamar “hikimori”, haciendo uso y abuso de la masturbación por internet, el delivery de la pizzería y cualquier otra herramienta que favorezca el aislamiento, dándole así un lugar donde recrear su ritual de manías invariables, medrando la tensión psíquica de la variable pasiva y del terror hacia lo desconocido.

El rito es, según Mircea Eliade, hacer presente un momento sagrado, no como una representación, sino como algo más profundo, traer hasta el hoy aquello que ha ocurrido en el pasado, pero no en presente, sino como una fluctuación atemporal, como lo fue la eucaristía hasta Ockham, sus navajazos a la transmutación y el nacimiento del nominalismo. Pero el rutinario desconoce esta filosofía y, si la conoce, le provoca nauseas. El rutinario devenido en “hikimori vacacional”, elucida la existencia a través del realismo filosófico o –in extremis- en base a arquetipos platónicos. Por eso mismo, es un sacrilegio pasar por el café sin haber tragado con ansia sus ocho horas de trabajo o salir de parranda una noche sin saber dónde terminará esta. Éste tipo de personas es lo que las abuelas y las señoras gordas catalogan, sin miramientos, como una persona de bien, responsable y segura; cuando en realidad, lo único seguro es su fobia hacia la vida y hacia lo que se transforma. Y así, ordenadito, disciplinado y alejado de cualquier mala influencia de “aventuras exóticas”, mira con una sonrisa a las viejas babeantes y aguarda el momento orgiástico de volver a sus labores habituales.

Durante sus vacaciones, el “hikimori vacacional”, está a la deriva y necesita afianzarse. Si no lo logra con sus ritos y demás frusilerías, da lugar a dos tendencias opuestas pero igualmente estrafalarias, una es la tendencia suicida, la otra es la homicida. La primera corresponde al Tánatos y la segunda al Eros, pero como no conoce o no le interesa Freud, el Eros y el Tánatos le importa dos carajos. Lo único que desea es la seguridad de lo circular y lo pasivo, y así, de a poco, se le va saltando la cadena que lo ata a la realidad. Por suerte para nosotros que detestamos la rutina y los policiales, sus vacaciones suelen terminar antes de que su vida se alborote y termine en un baño de sangre. Entonces se acicala, sonríe, pletórico de vida, y lo veo entrar en la oficina al mismo tiempo que yo, que cabizbajo y reputeante, sigo añorando las sierras, las noches cordobesas y toda esa familia que me quedó a la distancia.

Lo miro y me sonríe. Levanta el pulgar lustroso de tantas puñetas trasnochadas y me dice: “¿Te alcanzo un cafecito?”. Yo lo miro con odio, pero no me atrevo a decir nada.

5 comentarios:

lagave dijo...

Paciencia, hermano. Lo normal es que las heridas cierren,tardando más o menos.Yo añoro los viajes que no he hecho; tú has viajado, has visto, has sentido. Ahora te queda recordar y esperar . O salirte de la rueda si puedes. Yo no puedo, y me aburro mortalmente, me refugio en los libros, el gimnasio, el baile, pavadas. Y al pasar por el jardín al lado de la piscina, veo el cuadradito de hierba donde me tumbaba este verano, y suspiro. La maldita rueda. Un beso, aunque no sea de bienvenida...

C. dijo...

Ay mi vieja amiga, a veces pienso que el recuerdo en realidad nos aleja de las cosas, porque lo que hace es, precisamente, hacer presente la ausencia de lo recordado. Así, la paciencia, se transforma en un entretenimiento insano.
Espero que te haya gustado la narración y, como siempre, es un gran placer para mi tenerte como lectora y amiga a pesar de la distancia.

Anónimo dijo...

cómo era Maier? la suave erudicción de un hombre que está aburrido qué era?

ana dijo...

Hola Cr�stian, vengo a sostener que resignarse a la rutina es una lenta y vac�a forma de muerte.
Abrazo

C. dijo...

Anónimo: ni me gasto porque sos anónimo y los anónimos si no son putos les pega en el palo, claro, anónimamente. Por lo que, anónimo, no me servís ni para calibrar el nivel de salvajadas por línea..

Ana: Y si...
queremos poemas, nuevos poemas.

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