18 enero 2007

Ezeiza

Cuenta la mitología suburbana, saturada de vaqueanos, punks y transformistas, que cuando se comienza a residir en una ciudad como José María Ezeiza, donde el silencio suele ser tan amplio como las extensiones verdes, sobrevienen los estertores libertinos del alma que propende al bullicio; luego, ésta se acostumbra –forzosamente, por simple contacto con la irrealidad preponderante-, a sus distintas vicisitudes macilentas.

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El individuo comienza a tragar el agua con plutonio sin adquirir superpoderes, más allá de alguna incierta y difamatoria –dicen algunos-, probabilidad de contraer algún raro tipo cáncer hepático o colónico; comprende que los objetos que penden del cielo oscuro de la noche son aviones, y que se mantienen allí más por el objeto del Azar que por una eficiente o espartana tarea oficial.

Con el tiempo, tampoco resulta sorprendente que las muchachas mantengan su ancestral virtud de tener el No difícil, y que la masa poblacional a la cual nos referimos sea poseedora de una evidente nulidad metafísica, o a una idea compleja de la realidad; para estas gentes, Dios no se comprende en la suma de virtudes, en el estudio acabado de los colagogos teológicos o en la dialéctica hegeliana, sino que se evidencia en su total vigor en un número de quiniela, en una lluvia apropiada o en la muerte de la persona aborrecida. Dios aquí, es los efectos probables de un dios, o mejor dicho, la creencia en los efectos probables de un dios, donde el azar no se conjuga o visualiza como tal, sino como una especie de perversa predestinación, y los hechos no se elucidan como una suma factorial que llevan a determinada situación, sino como un suceso mágico, ecuánime, taxativamente no contrariable.

El individuo de las afueras de la ciudad –Pero no por eso ajeno o ausente de la misma-, no quiere o no puede comprender las relaciones dialécticas, que detrás de una verdad rayana suele acumularse una sumatoria de fuerzas oratorias, dicho en otras palabras, que detrás de la verdad existen las oscuras manipulaciones que crean la verdad. Por lo cual adolece de una inocente bonhomia, casi infantil, que le lleva a tomar la palabra empeñada como una rúbrica, y a mirar con cierto desdén los contratos certificados y la palabra escrita.

Luego, el acostumbramiento acontece con las distintas vulgaridades pueblerinas, las marchas peronistas, las diatribas antiperonistas, las relaciones interpersonales estrechas, tan estrechas que abrumarían al mismo Durkheim; la necedad de la linealidad histórica, la congratulación pagana a los shamanes, y a la dependencia religiosa de los mayores. En realidad, la religión oficial es la Católica Apostólica Romana, pero con ribetes paganos en sus ritos. Los citadinos desconocen que todo rito es la recreación del hecho que lo precede milenariamente, por lo que no caen en cuenta de la profunda contrariedad de sus innovaciones. Últimamente, se ha incrementado fuertemente la tasa de otros cultos, tales como el de los Evangelistas o de los Testigos de Jehová, esto ha llevado a un intento de aggiornamiento por parte de la oficialidad, que quedó hundido en el fracaso, ya que, el alma matter del catolicismo es su innovación lenta, a través de siglos de bastas contradicciones.

Los hombres de la ciudad son silenciosos, raudos, solitarios. Solo las festividades calendarias los encuentran reunidos en una mesa festejando con sonrisas de alcohol el advenimiento de cuestiones en las cuales no creen. Familias y amigos –los cuales suelen ser otras familias enteras-, se reúnen y discuten sobre las banalidades del día o del año, que generalmente es un único e invariable gran día. También los encuentra el fallecimiento de algún conocido, o el nacimiento de un nuevo muchacho.

Bastará decir, como dicen las señoras aquí, uno se acostumbra a muchas cosas, hasta a la soledad, pero nunca, nunca en la vida uno se acostumbrará a ver a un político honesto. Por eso, ante esta fluctuación o contradicción del cosmos, los vecinos de la ciudad se reúnen en una masa compacta y efusiva para dirigirse a la propiedad del individuo en cuestión e incendiarla por haber osado contravenir el eidos local. El nuevo funcionario, pobre, habiendo perdido el respeto de la comunidad, quedará en claustrado en un miserable vacío social del cual ya no podrá salir; estos neófitos del campo público, por lo general, acaban por mano propia con su vida y con sus miserias, dejando su familia al arbitrio de un funcionario tanto o más corrupto de lo que la población requiere.

Ezeiza, como antes lo dije, ignora –quizás adrede- la linealidad témporo-histórica; por lo que elucidan el tiempo y el transcurso del tiempo como un circulo, un ciclo en el cual todo está destinado a reiterarse. Así, el político honesto sufrirá eternamente el escarnio y el suicidio.

Ayer me he entrevistado con uno de los estudiosos locales, que son pocos, obesos y poderosos, y me ha dicho el secreto, el oscuro secreto que convierte a la sociedad de Ezeiza en esta suma de particularidades. Me dijo:

“Sabrá usted mi estimado Maier, que el todo está destinado a repetirse. Así no hay amanecer que haya ya sucedido, o incendio que no se haya ya provocado, o muerte que no se haya repetido. La muerte del hombre no es la liberación del hombre, es la reincursión escatológica a su pasado, y al pasado de su pasado. Por eso aquí aniquilamos a los mendigos, para que sean los otros –nosotros mismos en idénticas circunstancias-, los que se encarguen de buscarle una solución al problema. Usted mismo ha escrito ya este articulo, lo ha publicado, ha intentado huir de esta ciudad, y un disparo –siempre el mismo disparo-, lo ha detenido antes de cruzar la frontera”.

Escuchadas estas palabras, saludé con la sorna que me permitió mi orgullo germánico, regresé a la posada, envié una carta al director del tabloide con los rudimentos de la nota, y me marché de allí, a toda velocidad.

Ahora estoy a pocos kilómetros de la frontera y sigo pensando en las palabras del sabio ¿será ese zumbido el mismo zumbido que siempre, a lo largo de las existencias decadentes he escuchado?

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