06 enero 2008

El caso de la Elfa

La primera vez que hice un trato con el demonio me sorprendí. “Me estás cargando”, le dije y él prorrumpió con una estruendosa carcajada que logró sacar de su autismo cosmopolita a los transeúntes de Acoyte y Rivadavia.

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-No, en serio, por dónde viene la mano –pregunté a sabiendas de la fama del diablo y dispuesto a no dejarme engañar a la primera-.

-Quédese tranquilo, por esta nimiedad no le cobro ni un pedacito de su alma, pero algo me dice que ya nos volveremos a ver-. Dicho esto, transmutó en una morocha de piernas largas y siguió caminando hacia la estación del subte A, donde, dicen las señoras del supermercado, todos los viernes comparte la mesa con sus súbditos, sus querubines infernales, los sindicalistas.

El teléfono sonó, con esa canción de los Bee Gees que a nadie parecía gustarle excepto a mi. Era ella. ¡Ella! Esa mujer que me torturó tantos años con su desamor, con su distancia casi profesional hacia todas mis palabras, con su revolcarse con otros en mi presencia; esa Beatriz* que me llevó a todos los infiernos a los que puede descender un hombre, incluso al peor de todos: al de la humillación ridícula –porque toda humillación lo es, justamente, por ser ridícula-, o lo que es lo mismo, al de la poesía febril y acongojada de hombre no correspondido. Era ella y le urgía verme lo antes posible. Era ella, la elfa de piel suave y traslucida, la de los ojos azules, con su mezcla de ángel inocente y de hembra bien predispuesta.

Con un nudo en la garganta, como si toda el alma que el demonio no había querido llevarse se me enroscara en el cuello, me dirigí a su departamento. Me esperaba con vestido celeste que apenas alcanzaba a cubrir sus rodillas. Me declaró su amor incondicional y desmedido, mientras yo, por lo bajo, cantaba loas al mismísimo Satán.

Nos besamos e hicimos el amor, aunque decir amor sea un eufemismo, fue el puro acto animal, desenfadado y casi criminal de coger. No hubo amor ni sentimentalismo, eso fue posterior; fue brutalidad, química, látex, piel, la fulgurante necesidad insaciable y los calambres. Ella era mía, no podía creerlo, pero era mía, aunque no pudiera creerlo.

El noviazgo fue corto pero fructífero, ella se graduó de licenciada en comunicación social –lo que debió servirme de advertencia-, mientras que yo pude terminar mi primera novela, la que tuvo una aceptación relativamente buena –lo que también debió servirme de advertencia-.

Un atardecer de otoño, un año después de mi encuentro con el diablo, luego de incursionar en lo que los ingleses llaman out door en la plaza San Martín, decidí que era el momento y le propuse matrimonio. Ella se emocionó y lloró. Respondió que si. Dos meses después nos juramos amor eterno ante dios. Al salir de la iglesia no pude evitar ver a una morocha de piernas infinitas y escote sugerente, que sonreía de una manera peculiar. Yo sabía que era el demonio, él sabía que yo sabía, pero los dos sabíamos que ninguno de los otros tenía la menor idea y que en realidad no importaba porque no teníamos negociaciones pendientes. Aun así no dijo una sola palabra al respecto, sólo se acercó a mi esposa y la beso en la frente, deseándonos amor eterno y fidelidad absoluta. Esa fue mi segunda sorpresa.

Todo siguió su curso normal, éramos felices, ella decidió abandonar temporalmente su trabajo en una consultora del microcentro porque quería poner orden en nuestra nueva casa. Entretanto, nuestras salvajadas sexuales se superaban a si mismas y sólo con su relato bastaría para empalidecer a cualquier prostitutas de carrera de las que pululan por Palermo.

A los tres meses de convivencia algo empezó a cambiar, no bruscamente, porque nadie se va a la mierda de repente sin darse cuenta, sino de a poco, paulatina pero constantemente. Comenzó con una novela de Paulo Coelho y siguió con una de James Ellroy; luego aparecieron las bombachas regadas por la habitación y, para cuando tomé conciencia, ya no podíamos hacerlo sobre el escritorio sin mancharnos con el polvo, que sumado al sudor inherente de esas prácticas, da una especie de barro que se torna sumamente repugnante, no al momento, sino el día después. Supuse que esto sería temporal, naturaleza de las mujeres, habitual inconstancia en ciertas cosas, porque ella era un hada como la de los cuentos, y las ninfas no están acostumbradas a esas cuestiones terrenales. Decidí contratar una empleada doméstica, me pareció lo más natural, como si respondiera a la sindéresis… y me equivoqué. Llantos y escenas sobre mi misoginia, que no la valoraba como mujer, que para eso que le cortara las manos en ese mismo momento, y que si había contratado a esa arpía asquerosa –decía-, era solamente para poder acostarme con ella. La “arpía asquerosa” tenía 64 años y le faltaban todos los dientes frontales, pero esto no fue alegato suficiente, por lo que la casa siguió su lento e inexorable camino a la decadencia.

Al séptimo mes todo se derrumbaba excepto nuestra química en la cama. Ella ya no salía de casa, gastando el tránsito de la habitación a la heladera, ida y vuelta. Llegué a pensar que me engañaba en nuestro propio hogar y contraté a un investigador privado, esa gente de infancia traumada que ha leído demasiados cuentos de Monsieur Dupín y de Sherlock Holmes, pero que también tienen el macabro placer de decirle a los cornudos que, en definitiva, son cornudos, y cobrar por ello. Pues bien, el caballero se apostó en la esquina durante 15 días consecutivos, al cabo de los cuales llegó a preguntarme si en verdad vivía alguien más que yo mismo en esa casa de paredes blancas. Ella no salía, no se movía, y eso comenzaba a preocuparme. Comencé a preguntarme cuánto tendría que ver el demonio en todo esto y él me aseguró que de momento absolutamente nada.

Al octavo mes, en nuestra fortaleza inexpugnable hecha de tacto y de sábanas, comencé a notar algunas cosas extrañas. Al noveno ya era evidente y aberrante, la piel traslucida de mi elfa mitológica ya no era traslúcida, ni suave, ni nada; se asemejaba más bien a las piernas del centro-delantero de Chacarita Juniors. Ese contacto espeluznante, como de estar acostado con otro hombre, me despertó de la ensoñación como una cachetada, mi hembra sedienta de sexo se había transformado en algo inenarrable. La vi por primera vez en tanto tiempo no con la imagen que mi mente y mi cuerpo se habían hecho de ella, sino en lo que se había tornado en realidad, con su obesidad logarítmica que hacía que sus rasgos otrora finos, delicados y sobrenaturales perdieran toda su encanto; donde antes estaba la magia azul de sus ojos, ahora se encontraba una mirada bobina perdida entre las marcas de estrías y la celulitis reaccionaria.

En el mismo embate de realidad forzada miré en derredor, la mugre, las telarañas, la ropa interior sucia y regada; las sábanas de seda blanca manchadas con aceites de diversos tipos y antigüedad, con nuestros propios fluidos corporales, con restos de galletitas que azarosamente escaparon al abismo de su gula. Comprendí que había sido engañado, no por el demonio, sino por ella que, en definitiva, nos había engañado a todos con sus modos sociales de princesa y sus costumbres de prostituta veterana en la alcoba. Ella había forjado una máscara de suspiros y miradas, de dietas y horóscopos, de la más descarada infamia. El demonio sabía que Sartre, acabado y final, había dado con la fórmula correcta, que el infierno son los otros, y que esos avernos son terriblemente más crueles y profundos que los que él mismo administra.

Ella, mi elfa ficticia, la que nunca había existido, lloraba desconsoladamente, me juraba amor. Yo no podía soportarlo. Corrí hacia la puerta, pero no pude abrirla; traté de romper las ventanas, volar la maldita casa, suicidarme, asesinarla. Lo probé todo, pero en el mismo momento donde la muerte daba el augurio del descanso todo volvía a comenzar en el momento justo donde pude ver la realidad, en el desesperarse, en el correr, aun recordando la muerte anterior, la inútil, la que no nos libraba de nada. Me arrodillé, supliqué al demonio que tomara mi alma a cambio de la libertad, pero se negó rotundamente, dijo que esos eran asuntos de albedrío y que esos infiernos no correspondían a su distrito.

Cuando todo está perdido el único reparo es la resignación, que a los fines es una especie de paz desangelada y escabrosa, pero en definitiva paz. Creo que podría lograrlo si ella me escuchara y dejara de llorar o si simplemente se apagaran sus reproches.

Hoy he logrado perderme unos segundos en mis pensamientos, hasta que mi hada rota reclamó sus menesteres. Pude dar en el blanco y sentirme un buen perdedor: el demonio lo había comprendido todo desde un principio y desde entonces me había sentenciado, sin participación directa, ya que eso hubiera requerido a cambio mi alma, y a él más que mi alma le interesaba la diversión; sino con pequeñas y acertadas apariciones, como los buenos actores de reparto, porque a él, sobre todas las cosas, le gusta la vida en clave de reality show y por lo que he llegado a escuchar, en sus dominios tenemos buena concurrencia.

5 comentarios:

C. dijo...

Epílogo.

He publicado este relato tomando como referencia las anécdotas de mis allegados que han dado el paso matrimonial. Y tomando en cuenta que a todos -o a casi todos- nos llega, es preferible tomarselo con humor.

Saludos.

lagave dijo...

Te advierto: ocurre a la inversa también....Lo malo es si tardas más de ese tiempo que dices en percatarte!)Tú mismito de tu propio estado, y el contrario, del tuyo también... Luego pasa que el darse cuenta ocurre a la vez. Es duro. Ah, pero se supera. Cosas del diablo.

Anónimo dijo...

Sin dudas el diablo es una yegua!


Me gusto! Mas que el otro :)

Besito

C. dijo...

sin dudas es una yegua, pero dicen que está buena...

C. dijo...

Ah, mi amiga lavage, pero con todo el aprecio que te tengo y de tanto que nos conocemos, ya deberías saber que soy joven e inmutable, como los vampiros de Anne Rice, pero bien escritos... jajaja.

Abrazos.

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