18 enero 2008

La última capitulación

Cuando era joven –o sea, más joven que ahora-, soñaba con tener el rictus severo de los ensayistas de izquierda, de esos que hablan con voz gruesa y cavernosa, y que levantan el dedo índice de la mano derecha para conjeturar solícitamente sobre viejas incongruencias; gente que sólo habla de cosas importantes, o que, al menos tiene cara de hablar sólo de cosas importantes, estúpidas quizás, pero siempre importantes. Con los años fui creciendo y la vida comenzó a parecerme menos dramática, así como también la escritura. Dejé de escribir esos panegíricos concienzudos destinados –dentro de mi cosmovisión de joven adulto- a salvar el mundo, y me dediqué a la frivolidad, a la francachela mediocre de relatar el hoy de una manera más o menos simple. Teniendo en cuenta estas palabras, “La última capitulación”, que se encuentra en “La colmena” de Camilo Cela, no deja de ser una patada ninja al centro maditativo de mi ser, esa que ya no escribe cosas aburridas y complejas, pero que si las piensa y pone cara de poker para que nadie lo sospeche. Así que ahí va, “La última capitulación”, y espero que se sientan tan mal como yo al leerlo, eso significaría que, a pesar de que hace rato ya que somos inmorales, no todo está perdido... demasiado perdido todavía.

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Última capitulación

"Hay reglas generales: las aguas siempre vuelven a sus cauces, las aguas siempre vuelven a salirse de sus cauces, etc. Pero el fantasma, aun tenue, de la realidad, no ha nacido quien lo apuntille, quien le dé el certero cachetazo que le haga estirar la pata de una puñetera vez y para siempre. El mundo gira, y las ideas (?) de los gobernantes del mundo, las histerias, las soberbias, los enfermizos atavismos de los gobernantes del mundo, giran también y a compás y según convenga. En este valle de lágrimas faltan dos cosas: salud para rebelarse y decencia para mantener la rebelión; honestamente y sin reticencias, con naturalidad y sin fingir extrañas tragedias, sin caridad, sin escrúpulos, sin insomnios (tal como los astros marchan o los escarabajos hacen el amor). Todo lo demás es pacto y música de flauta.

En uno de estos giros, sonámbulos giros, del inmediato mundo, la colmena se ha quedado dentro. Lo misma hubiera podido –a iguales méritos e intención- acontecer lo contrario. Lo mismo, también, hubiera podido no haberse escrito por quien la escribió: otro lo hubiera hecho. O nadie (seamos humildes, inmensa y descaradamente humildes, etc.). El escritor puede llegar hasta el asesinato para redondear su libro; tan sólo se le exige que –en su asesinato y en su libro- sea auténtico y no se deje arrastrar por las afables y doradas rémoras que la sociedad, como una ajada amante ya sin encantos, le brinda a cambio de que enmascare el latido de aquello que a su alrededor sucede.

El escritor también puede ahogarse en la vida misma: en la violencia, en el vicio, en la acción. Lo único que al escritor no le está permitido es sonreír, presentarse a los concursos literarios, pedir dinero a las fundaciones y quedarse, entre Pinto y Valdemoro, a mitad de camino. Si el escritor no se siente capaz de dejarse morir de hambre, debe cambiar de oficio. La verdad del escritor no coincide con la verdad de quienes reparten el oro. No quiere decirse que el oro sea menos verdad que la palabra, y si, tan sólo, que la palabra de la verdad no se escribe con oro, sino con sangre (o con mierda de moribundo, o con leche de mujer, o con lágrimas).

La ley del escritor no tiene más que dos mandamientos: escribir y esperar. El cómplice del escritor es el tiempo. Y el tiempo es el implacable gorgojo q corroe y hunde la sociedad que atenaza al escritor. Nada importa nada, fuera de la verdad de cada cual. Y todavía menos que nada, debe importar la máscara de la verdad (aun la máscara de la verdad de cada cual).

El escritor es una bestia de aguantes insospechados, un animal de resistencias sin fin, capaz de dejarse la vida-y la reputación, y los amigos, y la familia, y demás confortables zarandajas- a cambio de un fajo de cuartillas en el que pueda adivinarse su minúscula verdad (que, a veces, coincide con la minúscula y absoluta libertad exigible al hombre). Al escritor nada, ni siquiera la literatura, le importa. El escritor obediente, el escritor uncido al carro del político, del poderoso o del paladín, brinda a quienes ven los toros desde la barrera (los hombres calificados en castas, clases o colegios) un espectáculo demasiado triste. No hay mas escritor comprometido que aquel que se jura fidelidad a si mismo, que aquel que se compromete consigo mismo. La fidelidad a los demás, si no coincide, como una moneda con otra moneda, con la violenta y propia fidelidad al dictado de nuestra conciencia, no es maña de mayor respeto que la disciplina –o los reflejos condicionados- del caballo del circo.

El escritor nada pide porque nada –ni aun voz ni pluma- necesita; le basta con la memoria. Amordazado y maniatado, el escritor sigue siendo escritor. Y muerto, también: que su voz resuena por el último confín del desierto, y que el recuerdo de sus criaturas ahí queda. Mal que pese a los pobres títeres que quieren arreglar el mundo con el derecho administrativo.

A la sociedad, para ser feliz en su anestesia (las hojas del rábano de la esperanza) le sobran los escritores. Lo malo para la sociedad es que no ha encontrado la fórmula de raerlos de si o de hacerlos callar. Tampoco está en el camino de conseguirlo.

En los tiempos modernos, el escritor ha adoptado cuatro sucesivas actitudes ante los políticos obstinados en conducir al hombre por derroteros artificiales (todos los derroteros por donde los políticos han querido conducir al hombre son artificiales, y todos los políticos se obstinaron en no permitir al hombre caminar por su natural senda de íntima libertad). Al escritor que se hubiera cambiado por el político le sucedió el escritor que se conforma con marchar a remolque del político. Al escritor que se siente lazarillo del político, ¡qué ingenua soberbia!, seguirá el escritor que lo despreciará. La historia tiene ya el número de páginas suficientes para enseñarnos dos cosas: que jamás la política (contra todas las apariencias) fue tejida por políticos (meros canalizadores de la inercia histórica). Que el fiscal de esta inercia y de los zurriagazos de quienes quieren, vanamente, llevarla por aquí o por allá, es el escritor. El resultado nada ha de importarle. La literatura no es una charada: es una actitud".

1 comentario:

C. dijo...

Sólo "última capitulación", el resto del libro está técnicamente muy bien, pero a mi no me dijo nada, es más, me costó terminar de leerlo. Así que lo más probable es que lo dedique de manera algo impersonal y lo termine regalando en alguna ocación indicada, como los cumpleaños que nunca recuerdo...

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